Agricultura industrial: comprender sus raíces, imaginar el después

Idioma del audio: Francés

En este episodio recibo a Jacques Caplat. Como agrónomo, ha trabajado en muchos ámbitos: primero como asesor agrícola y luego en varias organizaciones dedicadas al desarrollo de la agricultura ecológica y de las semillas campesinas. Jacques es también conferenciante y escritor. Es autor de varios libros, entre ellos Una agricultura que repara el planeta (Une agriculture qui répare la planète), coescrito con la ecofeminista india Vandana Shiva. En su obra más reciente, Agricultura industrial (Agriculture industrielle), analiza los orígenes y las consecuencias de este modelo agrícola que hoy consideramos “convencional” y pone de relieve las alternativas posibles.

Hola Jacques, gracias por aceptar esta invitación. ¿Podrías presentarte brevemente y contarnos un poco más sobre tu recorrido?

Soy hijo y nieto de campesinxs pobres, y lo reivindico mucho porque forma parte de mi identidad profunda.

Primero hice una formación de ingeniero agrónomo. Trabajé en una Cámara de agricultura, luego en una agrupación de agricultura ecológica como asesor de campo. Después me uní a la Fédération Nationale d’Agriculture Biologique (Federación Nacional de Agricultura Ecológica), donde me impliqué en temas nacionales y europeos.

En esa época, creé, por encargo del Ministerio de Agricultura, la base de datos sobre semillas ecológicas en Francia y coordiné el grupo de expertxs francesxs sobre semillas bio. Siempre con este tema, que me marcó mucho, cofundé en 2002-2003 el Réseau Semences Paysannes (Red de Semillas Campesinas), junto a Guy Kastler y François Delmond.

También trabajé en políticas medioambientales y agrícolas vinculadas a lo bio, en relación con los ministerios y la Unión Europea. Luego, a partir de 2008, me convertí en lo que llamo un “electrón libre” de la agronomía: autor, conferencista y, más ampliamente, comprometido con difundir ideas. Estas son hoy mis principales actividades.

Al mismo tiempo, emprendí un doctorado en antropología social, lo que me llevó también a convertirme en antropólogx. Durante mucho tiempo fui administrador de la asociación Agir pour l’environnement (Actuar por el Medioambiente), y sigo activx allí en diferentes temas agrícolas y alimentarios.

Finalmente, soy presidente voluntario de la asociación francesa de miembros de la Federación Internacional de la Agricultura Ecológica (IFOAM). Represento entonces a IFOAM Francia, lo que me permite seguir contribuyendo a las reflexiones internacionales en torno a la agricultura ecológica.

En tu libro “Agriculture industrielle, on arrête tout et on réfléchit !” (“Agricultura industrial, ¡paramos todo y pensamos!”), haces un balance de lo que llamamos agricultura convencional: un modelo que, a pesar de avances técnicos considerables, no permite que la mayoría de lxs agricultorxs vivan dignamente de su trabajo, parece incapaz de responder a crisis como el cambio climático, y que, al contrario, está en el origen de muchos problemas medioambientales, sociales y de salud. Es una pregunta compleja, que no necesariamente tiene una respuesta rápida, pero ¿por qué y cómo este modelo, al que hoy llamamos “agricultura convencional”, llegó a imponerse?

Es una muy buena pregunta, porque siempre empiezo mis conferencias con esa explicación: es fundamental para saber después cuáles son los márgenes de maniobra de los que disponemos. Hay que entender qué tiene de específico la agricultura que domina el mundo hoy, para poder transformarla.

El gran error es creer que existe una sola agricultura, universal. Muchxs agrónomxs, agricultorxs, políticxs piensan eso. Pero si una se imagina que solo hay un modelo, luego se conforma con adaptarlo — con o sin química, intensivo o extensivo, campesino o industrial — cuando en realidad la cuestión no está ahí.

Me gusta decir que la agricultura no existe: existen agriculturas. La agricultura convencional no es más que una forma entre muchas otras.

Históricamente, se desarrolló en Europa, pero viene del Creciente fértil — lo que hoy es Líbano, Siria, Irak — que es uno de los centros de invención de la agricultura. Y lo subrayo: no el centro, sino uno entre diez, quince, incluso veinte que conocemos en el mundo (China, América Central, etc.). En esa región, la agricultura se organizó alrededor de cereales de espiga en cultivo de secano, que se prestaban bien a lo que llamamos monocultivos, es decir, una sola planta en una parcela.

Hoy parece “normal”, pero en realidad es una excepción. La mayoría de las otras agriculturas se fundaron sobre asociaciones de plantas, no sobre la monocultura. Y esa orientación inicial marcó toda la lógica de rendimiento de este modelo.

Otra especificidad es el pensamiento científico que la acompañó en Europa: el reduccionismo. Heredado sobre todo del pensamiento griego y de Aristóteles, es la idea de que se puede entender el mundo dividiéndolo en elementos simples, en ecuaciones. Útil, claro, pero si te quedas ahí, olvidas las relaciones entre los elementos. Por ejemplo: bajo los árboles, los rendimientos parecen más bajos; un pensamiento reduccionista concluye que hay que cortar los árboles. Pero una visión sistémica, que mira el conjunto de la parcela y el tiempo largo, muestra que los árboles mejoran, al contrario, la fertilidad y la estabilidad de los rendimientos.

En el siglo XIX, esta lógica llevó a un giro: cuando se identificaron los seis elementos esenciales para las plantas (carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, potasio), se decidió aportar directamente los tres últimos (NPK) bajo forma de fertilizantes solubles. Fue eficaz, pero rompió el equilibrio con la vida del suelo. Las plantas se encontraron cargadas de minerales, debilitadas, expuestas a enfermedades y plagas. De ahí la generalización masiva de pesticidas, además de los fertilizantes y del riego.

Hay también otro legado, que en Francia remonta a la época de Louis XIII y Louis XIV: la creación de las academias. En agricultura, esto se tradujo en una deslegitimación del saber campesino. Lxs agrónomxs, primero llamadxs fisiócratas, fueron designadxs como quienes saben; lxs campesinxs tenían que aplicar. Esta ruptura sigue siendo muy profunda. Asociada al reduccionismo, produjo sistemas de selección vegetal y animal extremadamente productivos, pero totalmente dependientes de un entorno artificializado.

Todo eso resume bien la agricultura convencional: un sistema basado en la voluntad de controlar y artificializar la naturaleza. Mientras se logra, los rendimientos son impresionantes. Pero en cuanto se pierde el control, como con el desajuste climático, todo se derrumba.

La llamamos “convencional” no porque sea mejor, sino porque se impuso históricamente: con las conquistas europeas desde el siglo XVI, luego en el XIX, y finalmente a través de la “Revolución verde” de los años 1970. Hoy estructura la economía agrícola mundial y se ha vuelto la norma en las instituciones.

Para completar el panorama – después podremos ir desplegando un montón de temáticas alrededor de este marco general – hay que decir que lo que mencioné hasta aquí son sobre todo evoluciones técnicas, decisiones tomadas de buena fe por agrónomxs o responsables políticxs sincerxs. No estaba para nada pensado, al inicio, para explotar a lxs agricultorxs.

Pero hubo un acontecimiento mayor en la historia de la humanidad, y de la agricultura en particular: la revolución industrial.

Se podría incluso remontar un poco antes, con la apropiación de tierras durante el movimiento de las enclosures (cercamientos) en Inglaterra, seguido de las colonizaciones. Eso marcó la invención de la propiedad privada de la tierra, una primera etapa capitalista de acaparamiento de los recursos.

La etapa verdaderamente determinante, sin embargo, llega en el siglo XIX con la revolución industrial. En ese momento, en el mundo occidental – que después impuso su lógica al resto del planeta – se desarrolló lo que se llamó la agricultura industrial, caracterizada por una obsesión con la masificación.

Había que producir mucho, de manera uniformizada y estandarizada. Eso significaba calibrar las frutas, obtener animales con conformaciones particulares, para permitir luego una transformación industrial a gran escala y un transporte facilitado por el tren. El tren fue una verdadera revolución: permitió el auge de las grandes ciudades, lo que antes no era posible, salvo en algunas capitales situadas en las costas o en los grandes ríos.

Esa lógica de masificación, de uniformización y de estandarización llevó a una centralización de la organización económica y técnica. Si se quiere que el trigo sea siempre idéntico, hay que centralizar la selección. Eso se une a la lógica reduccionista de la que hablaba antes: se producen variedades totalmente estandarizadas y la economía agrícola en su conjunto se centraliza, en beneficio de las grandes multinacionales.

Poco a poco, lxs agricultorxs dejan de ser otra cosa que subcontratistas.

En Francia, hasta mediados del siglo XX, todavía existía una dualidad: una agricultura industrial ya muy presente (mucho más de lo que algunos relatos históricos dejan creer), y una agricultura campesina, que subsistió hasta los años 1960. Pero a partir de ahí, todo el sector basculó hacia el modelo industrial.

Entonces, si hablamos justamente de ese giro. Acabas de explicar que el origen de la agricultura industrial se remonta bastante atrás, pero que hubo un punto de inflexión que empezó antes de la Segunda Guerra Mundial y que realmente se aceleró después. ¿Se puede decir que había entonces una especie de consenso sobre la necesidad de industrializar la agricultura, compartido por todos los corrientes políticos, fueran marxistas, reformistas o capitalistas?

Sí, queda todavía más claro si miramos el siglo XIX, donde esa idea fue realmente teorizada. En el siglo XX, casi se había convertido en una evidencia, en algo que ya no se discutía.

En el siglo XIX todavía se debatía. Había quienes lo cuestionaban, como Élisée Reclus, uno de los fundadores de la geografía moderna y del anarquismo. Era reconocido mundialmente por sus trabajos en geografía y cuestionaba esta lógica industrial, pero muchxs consideraban esa industrialización como algo obvio.

En las corrientes conservadoras, a la derecha, por ejemplo, se veía la industrialización como un medio para acumular riqueza y reforzar la renta de los grandes terratenientes. La mayoría de las tierras pertenecía a esa agricultura de grandes dominios, y para ellxs este modelo era perfectamente lógico.

Incluso en las corrientes reformistas o de centro-izquierda, existía una idea bastante similar: un mito paternalista según el cual había que “hacer la felicidad de la gente en contra de su voluntad”. Ese mito también estaba presente en el colonialismo, donde se pensaba que para alimentar a las poblaciones europeas había que explotar a las poblaciones periféricas. No hay que olvidar que la prosperidad de Europa, tanto en Gran Bretaña como en Francia, se construyó sobre la explotación de las colonias.

En agricultura, ese razonamiento se traducía en la voluntad de alimentar a la población europea industrializando la producción, con el fin de abastecer mejor a lxs obrerxs y al pueblo. Se presentaba como un ideal virtuoso, aunque en realidad se basaba en la explotación y tenía muchas zonas oscuras.

Del lado marxista, es todavía más sorprendente. En algunos textos marxistas, se consideraba que lxs campesinxs constituían una “clase en sí”, porque eran al mismo tiempo propietarixs de sus medios de producción y trabajadorxs para aumentar su riqueza. En realidad, eran a la vez explotadorxs y explotadxs, y ese doble estatus se percibía como un obstáculo para la revolución. Para lxs marxistas, había entonces que reducir el campesinado, transformarlo en asalariado agrícola o en obrerx urbano, para darle una conciencia de clase. El objetivo era valorizar al obrero de las ciudades y considerar al campesino como un freno al progreso.

Ese análisis también está profundamente atravesado por el género: la mitad de la mano de obra agrícola en el siglo XIX era femenina, y las mujeres no eran propietarias. Solo aportaban su trabajo, sin capital. Así, el campesinado no escapaba a la división marxista del trabajo: los hombres poseían los medios de producción y se beneficiaban del trabajo de mujeres y niñxs, mientras que estxs solo aportaban su fuerza de trabajo sin capital asociado.

Al final, por todas esas razones, la industrialización agrícola parecía ampliamente aceptada y considerada como un progreso humano. Solo algunxs pensadores, como Élisée Reclus y otrxs anarquistas o ecologistas adelantados a su tiempo, empezaron a alertar sobre los peligros de este modelo para el medioambiente.

A mediados del siglo XX, esa percepción de evidencia persistía. Tomemos el ejemplo de Edgard Pisani, ministro de agricultura bajo De Gaulle. Lo conocí unos años antes de su muerte: centenario, tenía una energía increíble y una gran capacidad de palabra. Admiraba siempre a De Gaulle, aunque se habían peleado después de mayo del 68, y su nombramiento como ministro de agricultura fue casi por casualidad, porque no era especialista en el tema.

Su visión era de buena fe: quería modernizar la agricultura francesa. Pero organizó el remembrement (reparcelación), contribuyó a la industrialización masiva de la agricultura y, lamentablemente, a la desaparición de gran parte de la pequeña agricultura campesina y a la destrucción de ecosistemas. Ya en los años 70, diez o quince años después de esas reformas, él mismo reconoció sus errores y pasó el resto de su vida intentando corregirlos. Eso muestra bien su sinceridad y su buena fe.

Es una pregunta que encuentro extremadamente interesante y que me hago a mí mismx con frecuencia. ¿Cuáles son las cosas que hoy no se ven, o que yo personalmente no veo, y que me parecen evidentes y de sentido común actuando de buena fe? Y, dentro de 10 o 20 años, quizá se dirá: “¿Pero cómo podías creer eso, o apoyar ese tipo de decisión?”

Por eso siempre es interesante mirar al pasado y ver quién detectó ciertos problemas muy temprano, mientras que la mayoría de la gente no los veía. En este podcast, eso es un poco lo que intento hacer, sobre todo en el tema de la tecnología, un campo que conozco un poco, y sobre el mito del progreso tecnológico en la agricultura. Muchxs, o la mayoría de lxs personas, ven ese progreso como algo positivo, o al menos neutro.

Así que siempre es útil tomar un poco de distancia con respecto a eso, para luego aplicar esa mirada a la situación actual y preguntarse cuáles son las cosas que nos parecen evidentes hoy… pero que en realidad no lo son. Y nos daremos cuenta dentro de 10 o 20 años.

Para tener ese tipo de enfoque, lo que me parece fundamental es siempre hacerse la pregunta: ¿por qué lo hacemos?

El gran problema, en agricultura como en muchos otros ámbitos, es que a menudo seguimos una trayectoria sin volver nunca a su origen. Se persigue una decisión sin preguntarse: en realidad, ¿por qué se tomó esta decisión en su momento? ¿A qué pregunta respondía?

Sucede con frecuencia que seguimos aplicando una respuesta a una pregunta que, hoy, ya no se plantea. Por eso el regreso histórico es tan valioso: permite recuperar la intención inicial y constatar, a veces, que ya no tiene razón de ser.

Hay, por tanto, dos dimensiones. Primero, algunas preguntas que motivaron tal o cual decisión ya no se plantean. Segundo, incluso cuando la pregunta sigue siendo pertinente, las respuestas de las que disponemos ya no son las mismas: el conocimiento ha evolucionado, se han abierto nuevas alternativas. Lo que en su momento parecía inevitable, hoy puede no ser la mejor solución.

Tomemos algunos ejemplos. La selección de plantas, tal como se practica en un marco reduccionista, que consiste en retener en cada generación los individuos más conformes al modelo buscado, parece lógica. Se conserva la espiga de trigo o maíz que nos gusta para que dé la semilla del año siguiente: es una manera simple y coherente de razonar.

Pero no es la única. Existen otros enfoques de selección, basados en lógicas diferentes, que también permiten obtener muy buenos resultados, incluso en términos de rendimiento.

Lo mismo ocurre con los fertilizantes y pesticidas sintéticos: en un momento dado, pudieron parecer la mejor solución. Pero no eran la única solución.

Ahí está todo el desafío: siempre que un razonamiento, que antes parecía inevitable, conduce hoy a un callejón ecológico, nuestra responsabilidad es preguntarnos: ¿tenemos otras soluciones?

Y sobre casi todas estas grandes cuestiones agrícolas, mi respuesta es clara: sí, tenemos nuevas soluciones. Y es hora de cambiar.

¿Y en qué sentido las decisiones que tomamos hoy sobre la agricultura van más allá de la simple producción de alimentos?

Porque, en realidad, la agricultura es algo fundamental. Puede parecer obvio, pero no siempre somos conscientes de ello. En Francia, por ejemplo, ocupa aproximadamente la mitad del territorio. Es considerable. Ninguna otra actividad ocupa siquiera una décima parte de esa superficie.

Todo lo que ocurre en agricultura tiene, por tanto, un impacto enorme en nuestros territorios. Hay que recordar que la agricultura representa entre un cuarto y un tercio del desajuste climático: un cuarto si solo se considera la producción agrícola primaria, más de un tercio si se incluye toda la cadena agroalimentaria. No son mis cifras, son las del IPCC que cuentan con consenso en la comunidad científica internacional. Eso ya muestra que es un asunto de gran importancia.

La agricultura es también una de las principales causas del colapso de la biodiversidad. Es el IPBES – el equivalente del IPCC para la biodiversidad – quien lo demuestra. Este organismo internacional identifica cinco grandes causas del colapso, y tres están directamente relacionadas con la agricultura: el desajuste climático, del cual es responsable en un cuarto a un tercio; el uso masivo de productos químicos tóxicos, principalmente provenientes de la agricultura; y, finalmente, la destrucción de los ecosistemas naturales, con la repartición de tierras y la eliminación de setos, el secado de humedales, el agrandamiento de parcelas, etc.

En otras palabras, la agricultura está en el centro de las dos crisis mayores que amenazan a la humanidad: la crisis climática y la crisis de la biodiversidad. También acapara la mayor parte del agua dulce en Francia. La mayoría del agua utilizada por lxs seres humanxs va a la agricultura, lo que tiene un impacto muy fuerte sobre un recurso crucial, vital incluso, para nuestra supervivencia.

Y luego está la dimensión económica y social. Cuando se construyen imperios capitalistas alrededor de la agricultura, se alimenta una dinámica extremadamente peligrosa, que es la del capitalismo: una dinámica profunda de acumulación de riqueza. Antes era muy prudente en mi crítica al capitalismo, porque me parecía un poco simplista decir “el capitalismo es el culpable”. Pero cuanto más avanzo en mis investigaciones sobre la historia de la agricultura, más me parece evidente que el problema fundamental de la humanidad hoy es precisamente el capitalismo.

¿Por qué? Porque el capitalismo, por definición, es el acaparamiento de recursos por una minoría, en detrimento de la mayoría. Eso es todo. Esa lógica provoca mecánicamente un aumento continuo de las desigualdades: lxs ricxs se vuelven cada vez más ricxs, lxs pobres cada vez más y más pobres. Forzosamente, en algún momento, eso no podrá sostenerse.

En agricultura, esto se ve muy concretamente. Las grandes explotaciones comprando las pequeñas generan un fenómeno de acaparamiento de tierras: las fincas se vuelven tan enormes que nadie puede retomarlas, salvo multinacionales o bancos. También hay un acaparamiento del recurso agua, agravado por los proyectos de megabassines, que solo benefician a un puñado de agricultorxs en detrimento de todxs lxs demás. Todo esto alimenta una lógica de acumulación de riqueza que es también una lógica de exclusión social, muy peligrosa para nuestra sociedad.

Por último, hay que ver el impacto directo sobre nuestra alimentación y nuestra salud. El modelo agroindustrial tiene todo el interés en fomentar la comida chatarra. Impulsa a consumir más carne de la necesaria – algunos dirían que ni siquiera la necesitamos – y a ingerir demasiado azúcar, demasiados productos procesados. En resumen, un conjunto de decisiones que nos encierra en un sistema alimentario perjudicial para nuestra salud, destructivo para nuestros ecosistemas e insostenible a medio o largo plazo.

Has empezado a explicar al inicio de la entrevista que en el siglo XX ya existía una especie de unanimidad sobre la necesidad de alimentar a la población, sobre todo a lxs francesxs. Esa dinámica se aceleró después de la guerra, frente a los problemas de producción, y la agricultura industrial se percibió como una solución. Hoy se habla mucho de soberanía alimentaria. ¿Puedes explicarnos el origen de este término, lo que realmente significa, y cómo, a veces, ciertos actores del mundo agrícola o de la clase política lo han reapropiado hasta vaciarlo de su sentido?

Es cierto que la apropiación del término hoy en día resulta bastante sorprendente para quienes trabajamos en esto desde hace veinte o treinta años.

Primero, hay que tener en mente algo esencial: cuando hablamos de alimentar al mundo, que es un asunto central, hay que darse cuenta de que el modelo agrícola industrial, el modelo convencional, provoca hambre. Una de las trampas de este sistema es hacer creer que permite luchar contra el hambre, cuando en realidad la genera. Es una contradicción interna: fue desarrollado para alimentar al mundo, pero no puede hacerlo.

La historia colonial lo muestra muy bien: la idea de que este modelo permitiría alimentar mejor al mundo siempre ha sido un engaño, porque se hizo a expensas de otras poblaciones. Al acaparar las riquezas en manos de unos pocos, se genera pobreza de manera mecánica. Es elemental: desviar las riquezas hacia unos pocos es crear pobres. Y los pobres son personas que no tienen los medios para alimentarse. Esa es la verdadera causa del hambre en el mundo.

Hoy, la humanidad produce una vez y media lo que necesita para alimentarse. Y eso todavía destinando enormes recursos a la ganadería industrial, que es un sinsentido. Si se pusiera fin a ella, se liberarían enormes superficies para alimentar a lxs humanxs. La cuestión de ir más allá y cuestionar la ganadería en general es compleja, no la vamos a abrir aquí. Pero sobre la ganadería industrial no hay debate: es aberrante. Sin ella, podríamos alimentar a 12 o 15 mil millones de humanxs.

Entonces, ¿por qué sigue habiendo hambre en el mundo? Por la pobreza. Tomemos el ejemplo de Brasil: es un país ampliamente excedentario en términos agrícolas, y, sin embargo, entre el 5 y el 10 % de la población sufre hambre. ¿Por qué? Porque el modelo se basa en la exportación y en grandes dominios neocoloniales, en detrimento de la pequeña agricultura campesina y de la producción local. En cambio, en Malawi, un país muy pobre, lxs ricxs no sufren hambre. Se ve claramente que el hambre es una consecuencia directa de la pobreza, y no de la falta de producción.

Es en este contexto que surge la noción de soberanía alimentaria. Responde a muchos de los desafíos de los que he hablado hasta ahora. En realidad, es una aplicación colectiva de la lógica de autonomía.

La autonomía no es autarquía. Criar a un niñx para que sea autónomx no significa educarlx para vivir solo en una cabaña en medio del bosque: significa permitirle ser dueño de sus decisiones. En agricultura, es lo mismo. La autonomía es dominar tus técnicas, tus prácticas, tu economía. Eso no impide comprar afuera, vender afuera o usar técnicas desarrolladas en otros lugares. Pero implica que todo ello se haga de manera consciente y controlada.

Cuando hablamos de autonomía a nivel de unx agricultorx, hablamos simplemente de autonomía. Cuando hablamos de autonomía a nivel de una sociedad – sea Francia, Europa, Bretaña, el norte de Benín o toda África Occidental – hablamos entonces de soberanía alimentaria. No es un concepto absoluto, sino una construcción política y social: un grupo humano decide conjuntamente la agricultura que quiere, la alimentación que quiere y la organización social que de ello se deriva.

La soberanía alimentaria, por tanto, es dar a las sociedades el control de su futuro agrícola y alimentario. Inicialmente, el concepto nació en la defensa de los pueblos indígenas, para que recuperaran el control de sus decisiones agrícolas y alimentarias frente a la dominación colonial. Luego fue retomado como reivindicación sindical por La Vía Campesina, que hoy es el sindicato más grande de la historia de la humanidad en número de afiliadxs. Este movimiento campesino es apasionante, porque defiende al mismo tiempo un proyecto de agricultura campesina y biológica, una reivindicación fuerte por la emancipación de las mujeres, la defensa de los derechos LGBT y la protección de los derechos de los pueblos indígenas. Todo esto está conectado: se trata de defender la autonomía de los individuos y de las sociedades.

Eso es lo que significa la soberanía alimentaria.

Y es ahí donde hoy hay un desvío del término. Cuando parte de la derecha francesa o ciertos sindicatos conservadores hablan de “soberanía alimentaria”, en realidad están hablando de soberanismo alimentario. Confunden soberanía, en el sentido de autonomía y libertad colectiva, con un soberanismo chauvinista, cerrado, que consiste en decir “lo nuestro es mejor”. Pero ese no es el objetivo. La soberanía alimentaria no consiste en pretender que la producción francesa es mejor que la de otros. Simplemente consiste en garantizar que lxs francesxs puedan tener voz y voto sobre sus decisiones agrícolas y alimentarias.

Has mencionado a Brasil, y aprovecho para saltar a otra pregunta sobre los intercambios internacionales de alimentos, que no dejan de aumentar. Incluso dirigentes como el presidente Lula, que oficialmente está aliado con movimientos campesinos como el Movimiento de los Sin Tierra (MST, miembro de La Via Campesina), apoyan, sin embargo, acuerdos de libre comercio, como el de la Unión Europea con el Mercosur. Esto plantea una pregunta importante: ¿qué papel pueden tener las exportaciones en un mundo agroecológico? Y también nos lleva a reflexionar sobre la distinción entre autonomía y autarquía.

Lula es un misterio para mí, o más bien una decepción. Es alguien que viene del mundo sindical, del mundo de lxs pobres, y que al final se dejó convencer, sin duda de buena fe, por todo un dogmatismo ideológico neoliberal.

Lo interesante es mirar su trayectoria a lo largo del tiempo. Se ve claramente la diferencia entre su primer mandato, su segundo mandato, y luego hoy, después de la pausa —primero con una aliada suya, Dilma Rousseff, luego con Bolsonaro. Y cuando volvió, volvió todavía más a la derecha de lo que había partido.

Entonces, obviamente, eso permite evitar a Bolsonaro, que habría sido mucho peor. Siempre hay que elegir lo menos peor cuando se puede. Pero Lula, hoy, ya no es en absoluto un modelo. Hace veinte años representaba una enorme esperanza. Hoy, ya no es así.

Para su defensa, igual hay que decir que siempre ha tenido un Congreso en contra.

Sí, totalmente. También hay que recordar que Lula siempre ha tenido un Congreso mayoritariamente en su contra. Así que, claro, existe esa dimensión en la que se dejó convencer por ciertos dogmas, pero también está el hecho de que estaba atrapado en un sistema que de todas formas lo limitaba. Y, a la larga, a fuerza de compromisos, la línea entre compromiso y transgresión se vuelve cada vez más difusa. Es una pena, porque en sí mismo el compromiso no es una vergüenza —al contrario, en un mundo político complejo, no se puede vivir de otra manera que no sea mediante compromisos.

Pero en el tema agrícola, creo que realmente se desvió. Depende, para su supervivencia económica y política, de quienes controlan los resortes financieros. Y ahí quizá hay una parte de cinismo —que se puede entender, hasta cierto punto— cuando se dice: “si no quiero que Brasil caiga en el caos, debo evitar que las potencias económicas me destruyan”. Pero eso lo lleva a dar concesiones una y otra vez.

Un ejemplo muy ilustrativo: acaba de autorizar nuevamente la exportación de soja cultivada en tierras deforestadas desde 2008. Sin embargo, existía un acuerdo internacional que prohibía el comercio de esa soja, precisamente para frenar la deforestación. Al dar marcha atrás, rompió un tratado firmado con países terceros. Es una señal de que se deja llevar por una forma de cinismo, probablemente porque cree que, de lo contrario, sería peor. Pero el resultado es, francamente, malo.

Brasil ilustra muy bien la complejidad de estos compromisos. De hecho, existen dos ministerios de Agricultura: uno para la agricultura industrial y exportadora, y otro para la pequeña agricultura campesina familiar y de subsistencia. Esta dualidad ya había sido instaurada antes de Lula, por su predecesor, y Lula la mantuvo. Eso muestra lo particulares y complejas que pueden ser las dinámicas locales para gestionarlas.

¿Hay cosas que mantener en el principio de exportación?

Sí, sobre la exportación, no hay que caer en la idea de que habría que detenerlo todo. El comercio internacional existe desde siempre, mucho antes incluso de la invención de la agricultura. La arqueología muestra que en la época de lxs cazadorxs-recolectorxs ya había intercambios a larga distancia, sobre todo de ciertos productos de la pesca. Así que los intercambios no son, en sí mismos, un problema. La verdadera pregunta es: ¿cómo se organizan?

Primero, ¿destruyen socialmente a los países exportadores o importadores? ¿Provocan un acaparamiento de riquezas, una forma de esclavitud moderna o el empobrecimiento de las poblaciones? Ese es uno de los grandes problemas de la agricultura industrial actual. Luego, hay que mirar el impacto ecológico del transporte: ¿es sostenible o catastrófico para el clima?

Una vez establecidos estos criterios, se ve claramente que pueden existir importaciones y exportaciones sanas. Tomemos Francia: nunca se cultivarán plátanos, cacao o café. Por tanto, se puede considerar importarlos. De hecho, son cultivos que, en principio, podrían producirse de manera ecológica. Los tres son plantas de altura media que pueden crecer bajo el dosel de árboles tropicales, en sistemas agroforestales. Se pueden conservar árboles del bosque, preservar un ecosistema viable, producir debajo cultivos de subsistencia y asociar estas plantas de renta para la exportación. En ese contexto, se convierten en una fuente de ingresos complementaria útil para las poblaciones locales, permitiéndoles acceder a bienes, herramientas o servicios. Y si, además, estos productos viajan por barco —y por qué no mañana por barco de vela— puede ser virtuoso.

De la misma manera, tiene sentido que Francia exporte producciones específicas de su saber hacer, como vino o queso, si la ganadería se mantiene. Son productos de identidad cultural y gastronómica cuya exportación es legítima.

En cambio, exportar trigo francés hacia África del Norte mantiene la agricultura local en la pobreza. De igual forma, inundar África Occidental con leche en polvo o pollos congelados destruye las economías agrícolas locales. Por otro lado, importar masivamente soja de Brasil es un desastre doble: para Brasil, por la deforestación, y para Europa, porque provoca un exceso de proteínas y de nitrógeno, con graves consecuencias ecológicas como las algas verdes en Bretaña. Bretaña importa el equivalente a su propia superficie agrícola en soja brasileña para alimentar su ganado: es como si el territorio se duplicara artificialmente. Lógicamente, esto provoca un exceso de nitrógeno que el ecosistema no puede absorber.

Por todas estas razones, hay que reducir, e incluso detener, gran parte de los circuitos actuales de importación y exportación. Pero no por principio: no se trata de rechazar el comercio internacional en su conjunto, sino de transformar profundamente su lógica.

Cuando hablamos de agricultura industrial, a menudo se mencionan las semillas híbridas o los OGM. En el caso de los OGM, por ejemplo, el debate público se centra mucho en sus riesgos potenciales para la salud.

Es un punto, claro, pero en realidad hay muchas más razones por las que la gestión actual de las semillas —y no solo los OGM— genera problemas. ¿Podrías contarnos un poco más a este respecto?

Es un tema muy importante, sobre todo en el contexto actual de cambio climático, porque, como decía antes, este modelo convencional, desde un punto de vista científico, se implementó bajo la idea de que se podía controlar el medio. Por eso tenemos plantas que son extremadamente productivas solo en un entorno perfectamente controlado.

Desde el principio, era un engaño, porque solo funcionó en Europa y Canadá. Incluso en Estados Unidos, donde podría haber funcionado, nunca lo hizo realmente, porque allí la agricultura siempre ha sido muy extensiva. Y hoy en día, incluso allí, la agricultura orgánica obtiene mejores rendimientos que la convencional.

Pero en Canadá y Europa, este modelo convencional fue muy eficiente. Por eso se dice que tiene mejores rendimientos que la agricultura orgánica, lo cual es cierto, pero solo en esas regiones. En el resto del mundo, este modelo convencional nunca funcionó realmente, porque estas variedades seleccionadas de manera totalmente teórica, en modelos agronómicos muy matemáticos, solo rinden bien si el entorno está perfectamente controlado.

Y los OGM son todavía peor. Son variedades diseñadas por definición en laboratorio. Esa es la definición misma de los OGM: no se pueden crear de otra forma que mediante una intervención humana sobre la biología fundamental de la planta. Se crean en laboratorio y luego se ponen en campos. Es decir, construimos un modelo teórico en laboratorio y luego intentamos reproducirlo en el terreno.

Se trata, entonces, de una técnica completamente exógena, es decir, que viene de afuera, que lxs campesinxs no pueden controlar ni dominar, y que es totalmente ajena al entorno donde se implanta. Y desde el punto de vista económico, lxs OGM solo funcionan si se producen en gran cantidad, porque su costo es muy alto. De hecho, es un problema general de las semillas patentadas actuales, pero lxs OGM llevan esta lógica al extremo: para ser rentables, hay que estandarizar la producción y que todxs cultiven lo mismo.

Los OGM, en su estructura misma, están diseñados para cultivos de masa estandarizados, completamente desvinculados de lxs campesinxs. No son una herramienta de desarrollo. Y el desarrollo —y hablo aquí como antropólogo pero también como agrónomo especializado en desarrollo rural— solo funciona si las personas que lo implementan son autónomas.

Volvemos, entonces, a la soberanía alimentaria: las comunidades deben tener control sobre sus herramientas, poder evolucionar sus semillas como quieran. Los OGM no permiten eso. Se necesitan semillas adaptadas a sus modos de producción, y otra vez, los OGM no lo permiten. Imponen un modo de producción centralizado y estandarizado, lo cual es económicamente absurdo.

Detrás de esto, hay un ejemplo típico, casi arquetípico, que muestra bien lo absurdo de esta lógica: el mito del arroz dorado. Todavía vemos, en ciertos círculos, a pseudo-escepticistas que no saben nada del tema diciendo que es un ejemplo a seguir. Pero el arroz dorado es el ejemplo perfecto de lo que no hay que hacer en agronomía. Una agronomía sostenible, desde el punto de vista ambiental, social y alimentario, se basa en la adaptación al entorno y la diversidad de cultivos.

Hay que salir de los cultivos puros y pasar a cultivos asociados, mezclas de cultivos. Esto optimiza el uso de la luz solar: si varias especies coexisten en una misma parcela y una no crece bien por las condiciones del entorno, otra tomará su lugar. Siempre habrá vegetación usando la energía solar y produciendo alimento. Es pura termodinámica.

Con cultivos puros, incluidos los OGM, si las condiciones climáticas no son favorables, como ocurre hoy en Francia con el cambio climático, el rendimiento se desploma. Y cuando el rendimiento es catastrófico, significa que los suelos quedan desnudos, que no usan la luz para producir alimentos. Es un desperdicio termodinámico, un desperdicio energético total.

El mejor rendimiento agronómico y la mejor producción de biomasa se logran mediante la mezcla de cultivos, la diversidad de variedades y la rotación de cultivos, combinadas con diversidad alimentaria.

El arroz dorado es el ejemplo perfecto del error de concepto. La idea era agregar vitamina A al arroz para compensar carencias en algunas poblaciones asiáticas. Pero, ¿por qué estas poblaciones tenían deficiencia de vitamina A? Porque se les impuso un modelo industrial basado en monocultivo de arroz. Su agricultura tradicional alternaba arroz, verduras y frutas, y no tenían ninguna carencia. Se creó el problema y luego se intentó resolver con arroz “enriquecido”. Es completamente absurdo desde un punto de vista agronómico, porque agota los suelos, y desde un punto de vista alimentario, porque la verdadera solución sería permitirles cultivar verduras. Es un sinsentido total.

En resumen, sobre el problema de los OGM, más allá de la cuestión sanitaria o ambiental —porque, efectivamente, se liberan genes nuevos en el medio que pueden perturbar especies cercanas o cultivadas—, hay un problema agronómico fundamental: es una sobreespecialización. Se llevan al extremo todos los defectos de la agricultura industrial.

Mientras que la verdadera solución, para adaptarse al cambio climático y garantizar la autonomía de lxs campesinxs, es exactamente lo contrario: avanzar hacia la diversidad de cultivos, hacia lo que se llama semillas campesinas.

Las semillas campesinas no son solo volver a las variedades antiguas. A veces se piensa que las antiguas son mejores, o que por ser locales son superiores. No es porque una zanahoria sea de Nantes que sea mejor. El interés de las variedades antiguas es puramente pragmático: hoy son las únicas, al menos en Europa, que permiten diversidad genética y evolución.

Todas las variedades disponibles en el comercio para lxs campesinxs en Europa están en el Catálogo Común Europeo. Para estar registradas, deben estar estabilizadas. Estabilizar una variedad significa que ya no evoluciona. Pero para adaptarse a las condiciones locales, necesitamos variedades evolutivas. Por eso recurrimos a las antiguas. No es ideología, no es romanticismo del pasado: es pragmático. Estas variedades permiten la selección campesina.

La selección campesina es una selección adaptativa constante. Lxs campesinxs readaptan las variedades al medio, in situ, directamente en los campos. Esto crea una diversidad genética excepcional y una vitalidad que evoluciona mucho más rápido que lo que la industria puede producir.

Tomemos el maíz como ejemplo. El maíz no está realmente hecho para Europa. Globalmente, no usa más agua que el trigo, incluso algo menos durante todo su ciclo, pero el problema es que el maíz necesita agua en verano, mientras que el trigo la necesita en primavera. En un suelo vivo, con buenas prácticas orgánicas o ecológicas, el trigo encontrará el agua que necesita en primavera, porque la materia orgánica del suelo la habrá retenido durante el invierno. Pero en verano, incluso un muy buen suelo ya no retiene suficiente agua. Cultivar maíz en Europa sin riego es absurdo.

Sin embargo, se puede producir maíz sin riego, resistente a la sequía y al calor extremo. Una asociación, Agro-Bio-Périgord en Dordogne, lo demostró, especialmente gracias a Bertrand Lassaigne, a quien quiero mencionar. Falleció hace dos años en un accidente de moto, pero fue un pionero iconoclasta que contribuyó mucho a la evolución de la agricultura.

Desarrollaron técnicas de selección de maíz orgánico campesino, no híbridos, sino maíces población, líneas puras combinadas en poblaciones, como un “rebaño” de maíz. Hoy estas variedades resisten la sequía y se han adaptado a las condiciones europeas. Y se logró relativamente rápido, en 10 a 15 años.

Si lxs campesinxs tuvieran más medios para practicar la selección campesina, lo que la regulación hoy hace muy difícil, ya tendríamos muchas soluciones para enfrentar el cambio climático.

Se ha hablado mucho de las prácticas agronómicas, pero, desafortunadamente, para poder hacerlas evolucionar, no basta con actuar en los campos. También es necesario repensar toda la cadena agroalimentaria.

Entonces, según tú, ¿cuáles son los principales desafíos a superar, más allá de los campos, para apoyar la transición agroecológica?

El primer desafío, que parece obvio pero que no siempre se analiza en todas sus complejidades, es el acceso a la tierra.

Para resumir rápidamente lo que dijo Tanguy Martin en el episodio anterior, hoy existe un problema de renovación generacional en la agricultura francesa y europea. Por lo tanto, es necesario permitir la instalación de numerosos campesinxs en fincas coherentes social y agronómicamente, lo que podemos llamar fincas “a escala humana”. Esta noción es compleja y difícil de definir con precisión, pero la idea general es permitir unidades agrícolas manejables y sostenibles, donde el trabajo y la organización sean realistas.

No se trata necesariamente del tamaño en hectáreas, sino de la coherencia de la unidad agrícola, la posibilidad de gestionar el trabajo, los ciclos y la diversidad de producción. También hay que evitar la concentración de tierras: las fincas que se vuelven tan gigantescas que nadie puede retomarlas.

La solución no pasa necesariamente por pequeñas fincas familiares. Hoy en día, podemos imaginar fincas de gran tamaño, pero colectivas, organizadas bajo diferentes formas societarias, que permitan trabajar a varias personas, turnarse, tomarse fines de semana o vacaciones, y tener complementariedades de producción a nivel de la explotación. ¡Ya existen en Francia desde hace tiempo! Es un desafío crucial, que normalmente recaería en una ley de orientación agrícola o en una política pública ambiciosa.

El segundo desafío es la cuestión de las semillas campesinas. Es fundamental. No podremos responder a las urgencias ecológicas y alimentarias mundiales sin implementar masivamente programas de selección campesina. No se trata de excluir totalmente la selección centralizada en los centros de investigación públicos o en ciertos semilleros privados, pero la selección campesina debe desarrollarse de manera masiva. Es adaptativa y evolutiva, y permite a lxs campesinxs mantener el control de sus herramientas, adaptar las variedades a las condiciones locales y asegurar la resiliencia frente al cambio climático.

Otro desafío importante es la orientación de la enseñanza agrícola y de las políticas públicas. Es necesario afirmar claramente que el horizonte de la agricultura hoy es la agricultura ecológica. Esto no significa que sea el modelo definitivo e inmutable, pero, en el estado actual del conocimiento y de las necesidades, es el modelo más coherente para detener la destrucción de la biodiversidad, limitar la concentración de agua y promover sistemas agrícolas diversificados, lejos de las grandes fincas capitalistas e industriales. Políticamente, esto implica orientar la ayuda pública, las inversiones y la formación agrícola en ese sentido.

Si trabajas seriamente en el acceso a la tierra, la selección campesina y los métodos de producción ecológica, ya resuelves gran parte de los problemas. Pero queda la cuestión de las cadenas de comercialización. Hoy, la agricultura ecológica tiene un poder subversivo extraordinario: lxs que adoptan la ecológica están encantadxs y no quieren volver atrás, incluso lxs agricultorxs provenientes del modelo convencional industrial. La agricultura ecológica devuelve placer al oficio, autonomía técnica, intelectual y económica. Es una verdadera alegría para ellxs.

Pero, a nivel de la economía agroalimentaria, sigue siendo complicado. Si la ecológica se limita a difundirse en grandes superficies generalistas, dentro de un sistema capitalista que impone los precios, los márgenes ocultos y la estandarización, no funciona. Para tener éxito, es necesario salir de la estandarización, relocalizar la producción y permitir que los territorios recuperen el valor en lugar de dejarlo a los accionistas de las multinacionales. Habrá que emprender un gran proyecto a esa escala, porque ahí se juega el futuro de la agroecología aplicada a toda nuestra alimentación.

Hemos abordado muchísimos temas, y podríamos pasar horas explorándolos. Para concluir esta entrevista con una nota positiva, me gustaría preguntarte: según tú, ¿cuáles son las zonas de optimismo? ¿O tal vez tienes alguna anécdota de lucha, u otros ejemplos que te gustaría compartir?

Voy a ser honesto: hoy tengo bastantes zonas de pesimismo. Después de un período en el que las cosas avanzaban en Francia —muy claramente a partir de 1997-98 con el ministro Louis Le Pensec— y donde el progreso agroecológico continuó durante un tiempo, independientemente del partido político, existía un verdadero movimiento, lo mismo en Europa. Pero desde 2017 en Francia y desde 2020 en Europa, ha habido claramente un giro extremadamente violento y negativo. Todxs lxs actores con lxs que hablo me dicen lo mismo: estamos retrocediendo, volvemos hacia atrás. No es momento de gran alegría.

Aun así, también hay zonas de optimismo. Y para mí, una de las más profundas es lo que descubrí al trabajar sobre la historia de la agricultura industrial para mi último libro. Todas las alternativas agrícolas que se han desarrollado durante veinte, treinta, cuarenta, a veces cincuenta años, y que hasta hace poco tendíamos a considerar como experiencias dispersas, casi anecdóticas, en realidad tienen un punto en común muy fuerte. Conoces la leyenda del efecto colibrí, según la cual, si cada unx hace pequeños gestos, eso puede llevar a grandes resultados. Muchxs intelectuales de izquierda han mirado a menudo esta fábula con cierto desprecio, pensando que estas acciones eran demasiado marginales, demasiado localizadas para tener impacto a gran escala, y criticando sobre todo que la responsabilidad recayera en lxs individuos en lugar de buscar las causas sistémicas.

Pero cuando se observa de cerca, todas estas iniciativas toman exactamente la dirección contraria a la dinámica industrial. Las semillas campesinas van en contra de la centralización de la selección. Movimientos como Terre de Liens, que recuperan tierras para el beneficio de pequeños campesinxs, se oponen a la concentración de tierras. La agricultura ecológica se basa en la diversificación, la desestandarización y la valorización de sistemas coherentes y resilientes. Las AMAP, al recrear un vínculo directo entre productorxs y consumidorxs, restablecen un anclaje territorial. Podríamos nombrar muchxs más.

Todas estas iniciativas, que parecían dispersas, tienen en común una lógica de reterritorialización y diversificación, es decir, exactamente lo opuesto a la centralización industrial. En realidad, sin necesariamente haberlo teorizado, el mundo campesino ya está implementando el contra-modelo de la agricultura industrial.

Lo que queda por hacer ahora es que estas diversas iniciativas tomen conciencia de su unidad y se agrupen más. Y lo que me hace ser optimista es que organizaciones como Via Campesina, a nivel internacional, trabajan precisamente en ese sentido. Eso, creo, es verdaderamente portador de esperanza.

Es un poco el panorama que intento trazar con este pódcast, y muchísimas gracias por haber aceptado esta invitación.

Hemos abordado muchísimos temas, así que es difícil resumirlo todo, pero ¿tendrías recursos para recomendar? Ya sean libros, pódcasts, documentales, para seguir explorando estas temáticas.

Entonces, no es por egocentrismo, sino porque he trabajado sobre estos temas y publicado algunos libros. Mi último libro, Agriculture industrielle (Agricultura Industrial), trata realmente de la comprensión política e histórica de estas dinámicas. Y uno de los anteriores, Une agriculture qui répare la planète (Una agricultura que repara el planeta), permite profundizar en las dimensiones técnicas.

Entre los libros recientes que encuentro particularmente interesantes en Francia, está el de Stéphane Foucart, Et le monde devint silencieux (Y el mundo se volvió silencioso), que hace referencia al trabajo de Rachel Carson, Primavera silenciosa. También está el libro de Nicolas Legendre, Silence dans les champs (Silencio en los campos).

También pienso en una novela gráfica de Inès Léraud. Ella ha publicado varias, pero la última, realizada con Léandre Mandard y Pierre Van Hove, se titula Champs de Bataille, l'histoire enfouie du remembrement (Campos de batalla, la historia enterrada del reajuste parcelario).

También están los trabajos del historiador Jean-Philippe Martin, que ha escrito mucho sobre la historia de la agricultura. Publicó recientemente Paysannes. Histoire de la cause des femmes dans le monde agricole (Campesinas. Historia de la causa de las mujeres en el mundo agrícola). Para mí, es esencial volver sobre ese papel de las mujeres, demasiado a menudo invisibilizado, en la historia campesina.

En cuanto a películas, hay referencias que no son necesariamente recientes pero siguen siendo importantes: Demain (Mañana), de Cyril Dion y Mélanie Laurent, o también Les moissons du futur (Las cosechas del futuro) de Marie-Monique Robin, que plantea bases sólidas de reflexión.

Y luego, para seguir con la cuestión de las mujeres en la agricultura, quisiera citar otra novela gráfica, Il est où le patron? (¿Dónde está el patrón?), realizada por Maud Bénézit y el colectivo Les paysannes en polaire (Las campesinas en polar). Ofrece una mirada muy esclarecedora sobre el lugar de las mujeres en la agricultura francesa hoy en día.

Por último, para quienes quieran profundizar más, existen redes como la FNAB (Federación Nacional de Agricultura Biológica), o también el Pôle InPACT, que reúne a numerosas redes campesinas. Y, por supuesto, todo lo que se hace alrededor de Via Campesina y de la Confédération Paysanne (Confederación Campesina).

Con todo esto, pienso que ya hay de sobra para explorar el tema.