En este episodio, recibo a Tanguy Martin. Ingeniero agrónomo de formación, Tanguy es también un militante comprometido desde hace años con cuestiones cruciales como el acaparamiento de tierras, la agroecología y la alimentación sostenible, trabajando a diferentes escalas, desde lo local hasta lo europeo.
Nuestra conversación se basa, entre otras cosas, en su ensayo "Cultivar los comunes. Una salida del capitalismo por la tierra" (Cultiver les communs: Une sortie du capitalisme par la terre). En este libro, Tanguy analiza el papel fundamental que desempeñó la apropiación de la tierra en el nacimiento del capitalismo, así como los efectos destructivos que esta lógica sigue produciendo sobre las sociedades, los ecosistemas y los derechos humanos. Como contrapunto, explora la vía política de los comunes, y en particular lo que implica dejar de pensar la tierra como una propiedad, para concebirla más bien como un común que debe ser instituido colectivamente.
Hola Tanguy, para empezar, ¿podrías contarnos un poco más sobre ti y tu trayectoria?
Trabajo y milito en torno a cuestiones agrícolas, de democracia y de justicia en la agricultura y la alimentación.
En el marco de mi trabajo, soy empleado de una organización llamada Terre de Liens (“Tierra de Enlace”), que trabaja por la preservación y el reparto de las tierras en Francia. Y además, de manera voluntaria, milito en distintos espacios, entre ellos colectivos como Ingenierxs Sin Fronteras (Ingénieur·e·s sans frontières), Recuperación de Tierras (Reprise de terres) o el Colectivo por una Seguridad Social de la Alimentación (Collectif pour une sécurité sociale de l'alimentation).
Para entrar de lleno en el tema, me gustaría hablar de un libro que escribiste, titulado "Cultivar los comunes: Una salida del capitalismo a través de la tierra". Primero que nada, ¿qué relación estableces entre la agricultura y el desarrollo del capitalismo?
Hay un vínculo muy fuerte entre la tierra —especialmente la tierra agrícola en su función de alimentar— y el desarrollo del capitalismo.
Es fundamental, porque uno de los orígenes de este sistema se basa en las “enclosures” (cercamientos), un proceso que comenzó en el Reino Unido a finales del siglo XVI, donde los señores feudales se apropiaron de las tierras y obtuvieron el derecho a excluir de ellas a lxs campesinxs. En el régimen feudal, a pesar de muchas restricciones, estxs campesinxs tenían garantizado el acceso a la tierra y, por lo tanto, a su subsistencia. Con los cercamientos, ese acceso desaparece: los señores ahora pueden expulsarles, y se ven obligadxs a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir.
Así, el capitalismo emerge a través de una primera toma de tierras en Europa, y luego a través de una segunda en las colonias, en lo que se conoce como acumulación primitiva: la creación de grandes propiedades necesarias para el desarrollo de la explotación capitalista.
En otras palabras, el capitalismo se basa en una doble desposesión —en Europa y en las colonias— que separa a lxs trabajadorxs de sus medios de subsistencia. Ese es uno de sus fundamentos históricos.
Para evitar caer en discursos del tipo “todo tiempo pasado fue mejor”, quisiera preguntarte: según tú, ¿qué avances se lograron en el siglo XX en el mundo agrícola en Francia, especialmente en lo que respecta al acceso a la tierra?
Me gustaría retomar lo que decía antes, aunque no se refiera estrictamente al siglo XX. Sobre todo, no quisiera dar a entender que bajo el sistema feudal existieron regímenes ejemplares de propiedad de la tierra. Sería un error creer que la Edad Media era más favorable para quienes trabajaban la tierra o para la población en general que los periodos modernos o capitalistas — no es así.
El problema era de otra índole. Se podría analizar esto con más detalle, pero hay que tener cuidado de no caer en una especie de idealización del pasado. Hay elementos interesantes que se pueden rescatar del periodo medieval, pero no en la idea de que “antes era mejor”.
Dicho esto, a pesar de los efectos perjudiciales del capitalismo sobre la agricultura en el siglo XX —en particular en Francia— también se lograron conquistas sociales importantes, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Algunas se inscriben en trayectorias militantes anteriores, pero se concretan realmente en ese momento.
Una de las más significativas es la reforma de 1946, impulsada por el Consejo Nacional de la Resistencia (Conseil national de la Résistance): el estatuto del arrendamiento (statut du fermage). Este estatuto otorga una fuerte protección a quienes alquilan tierras agrícolas. Les garantiza el derecho de acceso a la tierra con un alquiler moderado fijado por decreto prefectural, contratos de larga duración, y limita considerablemente la intervención de lxs propietarixs en las prácticas agrícolas de quienes cultivan la tierra.
Este cambio vino a frenar el poder de lxs propietarixs de tierras, que hasta entonces dominaban ampliamente a quienes trabajaban la tierra. A principios del siglo XX, la mayoría de lxs agricultorxs no eran asalariadxs, sino independientes. No dependían de un patrón, pero seguían sometidxs a lxs propietarixs, que podían mantenerles en una situación constante de inseguridad e imponerles rentas elevadas y sin regulación.
El estatuto del arrendamiento, que sigue vigente hoy en día, transformó profundamente esta situación. Algunxs juristas incluso hablan de “cuasi-propiedad”, en el sentido de que el hecho de cultivar una tierra genera un derecho de uso permanente a cambio de un precio módico. Es un avance importante. Si la propiedad privada se aboliera, este estatuto ya no tendría razón de ser, pero mientras exista, sigue siendo extremadamente relevante.
De manera más amplia, a lo largo del siglo XX, algunas organizaciones sindicales del mundo agrícola ganaron poder, al punto de que algunxs trabajadorxs de la tierra empezaron a cogestionar las políticas agrícolas. La idea de que las personas directamente implicadas participen en la definición de las reglas que regulan su trabajo es valiosa cuando hablamos de emancipación a través del trabajo.
Desafortunadamente, estas instituciones a menudo fueron desviadas de su propósito, instrumentalizadas por una visión corporativista e identitaria de la agricultura, centrada en la figura del agricultor o agricultora independiente. Esto plantea un problema hoy, porque cerca del 50 % del trabajo agrícola en Francia lo realizan personas asalariadas que prácticamente no tienen voz ni voto en los espacios de toma de decisiones.
Pero a pesar de estos desvíos, se puede reconocer que el siglo XX permitió, en Francia, verdaderos avances sociales y la creación de instituciones que rompen con la lógica liberal, devolviendo derechos concretos a lxs trabajadorxs.
Efectivamente, el sindicalismo agrícola en Francia es una cuestión compleja, que sin duda abordaré en otro episodio.
¿Por qué te parece que la regulación del acceso a la tierra exclusivamente a través del mercado es inadecuada frente a los desafíos que plantea?
Lo que hay que tener presente es que, con las enclosures en Inglaterra, surge la idea de que la tierra puede —o debe— convertirse en una mercancía. Es decir, un bien que se compra y se vende en el mercado. Pero a escala de la historia humana, eso es algo muy reciente, casi anecdótico. Y aún hoy, no es una concepción compartida en todas partes del mundo, aunque tiende a generalizarse.
Lo que implica esta lógica es que la tierra se considera como una mercancía más, que se puede intercambiar, pero también destruir. El derecho de propiedad, tal como lo heredamos del derecho romano, incluye lo que se llama el abusus: es decir, el derecho a destruir lo que una o uno posee. Y eso plantea toda una serie de preguntas sobre el delirio de omnipotencia que ha desarrollado el ser humano sobre el planeta en el marco del capitalismo y de la modernidad occidental.
Obviamente, ese poder no es absoluto, está enmarcado por leyes, pero de todos modos cuestiona profundamente nuestra relación con la tierra.
En un sistema capitalista, el mercado asigna los recursos con el fin de maximizar la rentabilidad de las inversiones, es decir, de generar beneficios. Aplicar esta lógica a la tierra significa considerar que debe destinarse al uso más “productivo” —es decir, al más rentable desde el punto de vista económico.
Pero esos usos no siempre corresponden a las necesidades fundamentales de los seres humanos. Hoy en día, el uso más rentable de la tierra es el inmobiliario. Si siguiéramos únicamente esa lógica, transformaríamos una gran parte de las tierras en zonas residenciales —y ya no podríamos alimentarnos. Podemos ir más lejos: si se aplicara esa lógica en todo el mundo, significaría el fin de la agricultura de subsistencia en el planeta.
Así que claramente, no funciona. Hay que regular el uso de la tierra, definir cómo se asigna y para qué se utiliza.
Y también hay que reconocer que varios usos pueden coexistir en un mismo espacio. La tierra es multifuncional: permite producir alimentos, pero también cumple una función paisajística, puede ser un lugar de ocio, de espiritualidad, de almacenamiento de carbono, de acogida de biodiversidad... Y todo eso son funciones legítimas, que no se reducen a la rentabilidad económica.
Incluso si limitamos el uso de la tierra a la agricultura, una lógica puramente mercantil nos empuja hacia la monocultura intensiva, que puede ser muy rentable —pero que genera desastres sociales y ecológicos.
La asignación de la tierra por el mercado no funciona. Hay que inventar —o más bien redescubrir— otras formas de gestionar la tierra. La antropología y la historia están llenas de ejemplos de sistemas de gestión de la tierra que no pasan por el mercado.
Incluso Léon Walras, uno de los padres de la economía neoclásica —es decir, más bien del lado de quienes defienden el mercado— ya decía: “La tierra es un caso particular. No se fabrica. Quizás habría que nacionalizarla.”
Así que incluso dentro de un amplio abanico de tradiciones ideológicas, podemos plantearnos seriamente si el mercado es o no la mejor manera de gestionar la tierra.
¿Salir de la esfera capitalista en materia de alimentación es necesariamente una idea de izquierda? ¿Incluso una idea revolucionaria?
Podríamos meternos en grandes teorías políticas, pero si simplificamos un poco y observamos lo que ha pasado en la historia y en el mundo desde que existe el capitalismo, vemos que la lógica de maximización del beneficio, la idea de que la suma de los intereses privados y su maximización llevarían a una especie de óptimo social… no funciona. Al menos, no en lo que yo conozco de las cadenas alimentarias. ¿Qué ha producido eso, en todo tiempo y lugar? Que las trabajadoras y los trabajadores de la tierra sean explotados, que vivan un trabajo duro y desvalorizado.
Incluso si, a pesar —o quizás por causa— de la modernización agrícola, la mecanización y el uso de agroquímicos, las agricultoras y los agricultores de hoy tienen un trabajo físico tal vez menos duro que antes, aún así, siguen destrozándose el cuerpo, y además ahora se suicidan más que antes. Así que no es para nada ideal.
Desde el punto de vista de la alimentación, vemos que, pese a la expansión global del capitalismo hacia la agricultura —sobre todo desde los años 90 con la inclusión del agro en los tratados de libre comercio—, el hambre en el mundo no ha disminuido realmente.
Incluso en Francia, que se supone es una gran potencia agrícola, hay mucha gente —alrededor del 10 % de la población— que depende de la ayuda alimentaria.
Un tercio de las personas —no solo quienes viven por debajo del umbral de pobreza— se salta una comida de vez en cuando por razones económicas.
Así que no es muy eficaz para luchar contra el hambre, y además tiene un coste medioambiental absolutamente astronómico: destruye la biodiversidad, contribuye al cambio climático, altera los ciclos del agua…
En resumen, este sistema muestra claramente sus límites.
Creo que si se analiza el asunto con una mirada ingenua y empírica, el capitalismo aplicado a la alimentación —y podríamos extenderlo a muchas otras esferas— no produce los resultados que promete.
Entonces me parece que es una cuestión de supervivencia. Ahora bien, ¿es una cuestión de izquierda? Yo tengo la sensación de que la derecha es nihilista, cada vez más nihilista, y por eso hoy en día este tipo de planteamientos los defienden sobre todo personas que se identifican con la izquierda.
Pero bueno, la frase de Marx era: “los capitalistas perecerán en las aguas heladas del cálculo egoísta.” La cuestión hoy es que, si seguimos así, vamos a perecer con ellos en esas aguas heladas. Y eso no es muy alentador. Así que habrá que hacer algo, y hacerlo pronto.
Ahora, ¿es una idea revolucionaria? No sé si es una idea revolucionaria, pero para salir de esta situación, sí hará falta implementar algo radical, una verdadera ruptura con el capitalismo. La opción revolucionaria, al final, es una opción que merece ser considerada.
Así que no, no es necesariamente una idea de izquierda ni una idea revolucionaria. Pero sí harán falta acciones de izquierda y acciones revolucionarias para poder salir de esto.
Vamos a continuar con esta cuestión de la transición fuera del capitalismo. ¿Podrías decirnos qué papel juega, o podría jugar, el Estado en una comunalización de las tierras agrícolas? ¿Y cuáles son, según tú, los límites de su intervención?
Personalmente, me inscribo en tradiciones más bien comunistas y libertarias, que apuntan a la superación o incluso al desaprendizaje del Estado — al menos del Estado moderno, burgués, que sigue siendo un sistema de opresión organizado por una minoría para una minoría.
Dicho esto, desde un punto de vista muy pragmático, vemos claramente que las opciones revolucionarias a corto plazo, las grandes perspectivas del «gran día» («le grand soir»), no están necesariamente presentes. Esperarlas, o intentar construir las condiciones para ese gran día rechazando toda acción intermedia como inútil o comprometida, es un cierto romanticismo. Y ese romanticismo suele ser patrimonio de personas que no viven tan mal dentro del capitalismo y que pueden permitirse ese tipo de posturas.
Pero muchas personas sufren, no podemos permitirnos decirles: «Sufrirán mientras esperan la llegada del reino de los cielos», ya sea comunista o católico. Hay un poco esa idea de que «las cosas mejorarán después». Pero no, hay que hacer cosas ahora.
En este marco, el Estado es un lugar de batalla — una batalla por la emancipación humana, por la ecología — y hay que librar esa batalla dentro del mismo Estado. La cuestión entonces es: ¿se pueden construir, dentro de las reglas del derecho actual y con el Estado tal como es, instituciones radicales, ya existentes, de una sociedad poscapitalista?
Un ejemplo emblemático es el de la seguridad social («la sécurité sociale»). Hemos logrado socializar, más o menos, el acceso a la salud. En cuanto a los medicamentos, es más complicado porque la industria farmacéutica ha sabido infiltrarse en el sistema. Pero en la producción de cuidados, aunque los médicos están bien remunerados, seguimos en un sistema socializado.
Por lo tanto, sí, se pueden llevar a cabo reformas radicales que podrían sobrevivir al desaprendizaje del Estado y a la salida del capitalismo. La seguridad social, en su principio, con algunos ajustes, podría constituir perfectamente una base en una sociedad poscapitalista.
La idea es que, en ciertas configuraciones de relaciones de poder, el Estado puede permitir este tipo de reformas — y que hay que aspirar a ellas. No se trata de contentarse con pequeñas reformas que alimentan ilusiones, sino de tener verdaderas ambiciones políticas, incluso sin haber abolido aún el Estado. Lo importante es pensar y crear esas instituciones desde ahora que, como la seguridad social, aunque instauradas por una ley u ordenanzas en 1945-46, podrían sobrevivir a la desaparición del Estado.
Claro que no en la situación actual: desde 1995, el presupuesto de la seguridad social fue reintegrado al del Estado. Pero originalmente, eran instituciones autónomas, gestionadas por los trabajadores, que se encargaban de la salud.
Entonces, sí, el Estado debe legislar, pero una vez hecho eso, podemos tener instituciones que no dependen necesariamente de él para funcionar y que podrían sobrevivirle. Esto es lo que el sociólogo Erik Olin Wright llama la "erosión del capitalismo."
Es una de las estrategias de lucha contra el capitalismo — no la única, y no debería serlo — pero es un camino: el de la erosión, mediante la puesta en marcha de instituciones políticas revolucionarias o proto-revolucionarias que favorecen el desaprendizaje del Estado o pueden funcionar sin él.
No he dado aún ejemplos muy concretos aquí, pero volveremos a ello. Especialmente en cuanto a las instituciones que regulan el acceso a la tierra en Francia: a mi modo de ver, algunas realmente pertenecen a estos ya ahí («des déjà-là»).
Así que ahí tienes un pequeño adelanto: también tenemos ejemplos en la agricultura, no solo en la seguridad social.
¿Quieres hablar de cómo la colectivización soviética suele usarse como un espantapájaros en los debates sobre estos temas?
La historia de la URSS se utiliza a menudo como arma arrojadiza para invalidar cualquier idea de comunismo, como si el estalinismo fuera la única versión posible del comunismo, y como si su fracaso bastara para desacreditar toda forma de colectivización económica. Pero eso es bastante fácil de desmontar: la URSS, sobre todo en su fase posterior a Lenin (post-léniniste), ya no tiene mucho que ver con lo que muchas personas entienden hoy por comunismo. Incluso lo que fueron los koljoses y los sovjoses se conoce muy poco. En Francia, poca gente se interesa seriamente por ello.
Nos limitamos a decir: «la gente comía mal en la URSS, por lo tanto no funcionaba», sin mirar de cerca lo que producen otros sistemas, incluido el capitalismo.
Y sin embargo, el capitalismo tampoco resuelve mejor la cuestión de la alimentación, como ya hemos mencionado. Existen, de hecho, formas de nostalgia en varios países del antiguo bloque soviético.
En Polonia, por ejemplo, una parte del populismo actual se basa en esta constatación: en la economía socialista, ciertos sectores rurales tenían un acceso más directo a recursos y derechos. Fueron marginados por la transición hacia el capitalismo, lo que generó resentimiento, hoy canalizado por la extrema derecha.
Así que hay muchas maneras de imaginar una colectivización de la tierra que no tengan nada que ver ni con el Gran Salto Adelante de Mao, ni con el modelo soviético. E incluso los koljoses y sovjoses merecerían ser estudiados con matices: no todo en ellos era necesariamente absurdo, y su funcionamiento fue evolucionando con el tiempo. Lo que se aplica en 1917 ya no funciona de la misma manera en 1923 ni en 1956.
Agitar esos contraejemplos históricos como argumento para cerrar el debate no tiene mucho sentido.
¿Qué permite hoy el derecho francés para sacar las tierras agrícolas de la lógica mercantil?
Hay algo realmente interesante en la historia de la agricultura francesa: tenemos lo que podríamos llamar “cercamientos a la francesa” (enclosures à la française). La salida del modo de producción feudal y la entrada en el capitalismo pueden datarse, a grandes rasgos, en la Revolución Francesa. El régimen de propiedad privada de la tierra, por ejemplo, se instituye en el Código Civil de 1804. Este código napoleónico sigue vigente hoy. La definición de la propiedad privada está en el artículo L544 del Código Civil — el mismo que en 1804.
Ahí empieza todo. Lo llamativo es que la agricultura francesa no entra inmediatamente en el capitalismo. Entre 1804 y 1950, se mantiene una forma de agricultura proto-capitalista: las y los campesinos producen para su subsistencia y venden el excedente en la ciudad. Entre el 30 % y el 50 % de la población activa trabaja la tierra. El capitalismo progresa en la industria, las manufacturas, las minas, pero mucho menos en la agricultura.
Y no es la “mano invisible del mercado” la que va a cambiar esto. Es el Estado — de manera muy visible — quien empuja a la agricultura francesa hacia el capitalismo después de 1945, hasta los años 60. Porque el capitalismo tiene esta lógica de expansión a todas las esferas de la actividad humana, y en ese momento se decide que la agricultura también debe integrarse.
Es también una decisión económica: si el 30 % de la población trabaja la tierra, eso son 30% menos personas disponibles para construir autos o extraer carbón. El Estado quiere entonces liberar esa mano de obra y modernizar la agricultura.
Para ello, hay que involucrar a una minoría de agricultoras y agricultores dándoles poder y derechos. Se crean entonces instituciones. Por ejemplo, con el estatuto del arrendamiento (statut du fermage): las y los propietarios de tierras, que cobraban una renta, no tenían ningún interés en modernizar la agricultura. Había que limitar su poder para poder introducir tractores y productos químicos en los campos sin arriesgarse a una revuelta campesina masiva.
En los años 60, bajo el impulso de Edgar Pisani, ministro de De Gaulle pero que se reclamaba del Parti socialiste, se implementan reformas de acceso a la tierra: se crean las SAFER (Sociedades de Ordenamiento de la Tierra y de Instalación Rural), estructuras cogestionadas por el Estado y los sindicatos agrícolas, que pueden intervenir en el mercado de tierras para redirigir una venta hacia una persona en lugar de otra, y también regulan los precios. Por eso el precio de la tierra agrícola sigue siendo relativamente bajo en Francia, comparado con otros países europeos.
Segundo instrumento: el control de las estructuras (contrôle des structures), que cumple el mismo papel en el mercado de los arrendamientos. Hoy, el 60 % de las tierras agrícolas son explotadas por personas que no son propietarias. Para arrendar, no solo se necesita el acuerdo de la persona propietaria, sino también una autorización de explotación. Esta la otorga una comisión que reúne a sindicatos agrícolas y al Estado: la CDOA (Comisión Departamental de Orientación Agrícola). Sin entrar en detalles, hay que tener en cuenta que el acceso a la tierra está parcialmente fuera del mercado y regulado por instituciones públicas.
Y así tenemos estos “déjà-là” (“ya existentes”): instituciones que existen y que son totalmente acapitalistas — e incluso, en cierto modo, anticapitalistas. Es particularmente el caso en el arrendamiento agrícola, ya que el precio del fermage (renta de la tierra) está fijado por decreto de la prefectura. Las y los propietarios no pueden fijar libremente el monto.
El derecho a arrendar tierra está regulado: se necesita el acuerdo del Estado y de los sindicatos agrícolas. Y sobre todo, no se puede vender un contrato de arrendamiento. No existe una prima de traspaso (“pas-de-porte”): un·a agricultor·a que tiene un contrato de arrendamiento no puede venderlo a otra persona. El acceso a la tierra por arrendamiento no es, por tanto, un derecho mercantil.
Este marco es el que permitió incorporar la agricultura al capitalismo, donde el mercado fracasaba, ya que el costo de acceso a la tierra reduce una rentabilidad agrícola que ya es muy baja. La agricultura en Francia no genera mucho valor agregado.
Y entonces, paradójicamente, fueron estas conquistas sociales las que permitieron esa transición: un acceso seguro y a largo plazo a la tierra hizo posible el endeudamiento, la compra de tractores, la inversión.
Pero ahí es donde el pacto se vuelve faustiano: las y los agricultores pasaron del dominio de las y los propietarios terratenientes al de las y los banqueros. No es necesariamente una gran victoria al final.
¿Puedes contarnos un poco más sobre las SAFER (Sociétés d’aménagement foncier et d’établissement rural, o Sociedades de Ordenamiento de la Tierra y de Instalación Rural), sus virtudes, por qué son criticadas y en qué pueden inspirar?
Las SAFER, creadas por una ley de 1960, son sociedades anónimas sin fines de lucro, investidas con una misión de servicio público. Su gobernanza reúne a representantes de sindicatos agrícolas, autoridades locales y también de la sociedad civil — lo que incluye bancos agrícolas, la seguridad social agrícola (MSA), federaciones de cazadores, pero también asociaciones de protección de la naturaleza y del medio ambiente.
Estas sociedades tienen un papel central: comprar y revender tierras agrícolas. Pero no las revenden al mejor postor. El precio está fijado de antemano, y los compradores son seleccionados según prioridades definidas por el Estado: creación de empleo, mantenimiento del modelo familiar de explotación, entre otras. Todos los candidatos pagan el mismo precio, pero es la SAFER la que elige a quién asignar la tierra según estos objetivos.
Es un funcionamiento que se aleja de la lógica puramente mercantil. No hay competencia entre compradores, ni subasta. Aquí nos apartamos de la búsqueda de la máxima ganancia, lo que refleja una idea poderosa: la tierra no es una mercancía como cualquier otra.
Otra particularidad: las SAFER disponen de un derecho de tanteo. En caso de venta entre particulares, pueden, bajo ciertas condiciones fijadas por el Estado, sustituirse al comprador y adquirir ellas mismas las tierras — para luego redistribuirlas. Y esto puede hacerse revisando el precio: si estiman que el precio es demasiado elevado, no solo pueden comprar en lugar del comprador inicial, sino también pagar menos. Es un instrumento de regulación del mercado de tierras que permite limitar la especulación.
Visto desde este ángulo, el dispositivo es notable. Y muchas organizaciones campesinas, tanto en Europa como en otras partes del mundo, consideran que se trata de una herramienta excepcional: una institución que permite sustraer la tierra a la lógica del mercado.
Pero esta bella arquitectura se enfrenta a un problema de fondo: la gobernanza del sistema sindical agrícola. Las SAFER fueron concebidas en una época en la que las y los agricultores representaban una parte significativa de la población. Hoy en día, no son más que el 1,5% de las personas activas y apenas el 5% de la población rural. En otras palabras: una minoría social que pierde legitimidad para decidir sola sobre las orientaciones agrícolas y del uso de la tierra.
Ahora bien, en la práctica, los representantes agrícolas se comportan de forma muy corporativista, partiendo del principio de que los agricultores son los únicos legítimos para definir lo que es bueno para la agricultura — y, por extensión, para los territorios, los paisajes, el medio ambiente, la alimentación, el clima… sin rendir cuentas al conjunto de la sociedad.
Esta postura se ve reforzada por un Estado a menudo complaciente, que deja que el sindicato mayoritario fije solo las orientaciones. Hay razones simbólicas para ello: la figura del agricultor sigue muy valorada en el imaginario colectivo, y se moviliza con frecuencia en los discursos identitarios de la derecha, la extrema derecha y los movimientos conservadores. También existe una correlación de fuerzas muy concreta: el mundo agrícola dispone de una capacidad logística de bloqueo, con maquinaria, tractores y manifestaciones espectaculares.
Pero esa capacidad de bloqueo se ve amplificada por la benevolencia del Estado. Lo vimos en 2024: cuando se bloquea con un tractor para defender prácticas destructivas para el medio ambiente, la policía protege. Cuando se manifiesta contra la reforma de las pensiones o contra las mega-balsas (méga-bassines), se reprime.
Hay por tanto una doble asimetría: capacidad para imponer una relación de fuerza, y un capital simbólico poderoso que garantiza un tratamiento político y mediático favorable. Pocos otros movimientos sociales gozan de una benevolencia semejante.
Dicho esto, el mecanismo de las SAFER sigue siendo profundamente inspirador. Sin embargo, merece dos grandes transformaciones. Por un lado, habría que ampliar su gobernanza. Hoy, actores esenciales — en particular los comensales, los consumidores — no están representados. Sin embargo, deberían poder participar en las decisiones sobre la producción en los territorios, sobre todo en una perspectiva de alimentación local y sostenible.
Por otro lado, los objetivos que se les asignan deben ser revisados. Los desafíos medioambientales, que hoy son centrales en la agricultura, siguen estando poco integrados en los criterios de asignación. Es urgente que las orientaciones fijadas para las SAFER tomen en cuenta la ecología, la biodiversidad y el clima.
Por último, hay que subrayar que el modo de representación sindical en la agricultura está actualmente totalmente sesgado — está bien documentado, no lo detallaré aquí, pero constituye un punto de fragilidad importante del sistema.
En resumen: el modelo de las SAFER puede resultar problemático en sus usos actuales, pero es profundamente estimulante en su estructura. Podría inspirar a otros países. De hecho, ya existen intercambios, a través de redes como La Vía Campesina a nivel europeo, o Access to Land, en la que participa Terre de Liens. Por ejemplo, durante las recientes reformas agrarias en Escocia e Irlanda, el funcionamiento de las SAFER fue estudiado de cerca por activistas que intentaban influir en esos procesos para orientarlos hacia formas de regulación más justas, más transparentes y más favorables al interés general.
¿Existen países que hayan intentado transformar radicalmente su régimen de propiedad de la tierra?
Pues, voy a ser un poco provocador, pero en realidad, ya hemos hablado de ello: los enclosures en Inglaterra constituyen, sin duda, un cambio radical de régimen de propiedad de la tierra. No necesariamente fue en la dirección correcta, pero sí se trató de una reforma agraria profunda.
El Código Civil de 1804 en Francia es otro ejemplo: representa un vuelco importante en el derecho agrario, al consagrar la propiedad privada como un derecho absoluto, exclusivo, transmisible y oponible a todos. También ahí estamos ante una reforma radical del régimen de la tierra.
Estos movimientos de transformación del régimen de la tierra continúan hoy en día en el contexto de la globalización neoliberal. Instituciones como el Banco Mundial, el FMI o los acuerdos de libre comercio a diferentes escalas empujan hacia la mercantilización de los derechos sobre la tierra. En muchos países — especialmente en África subsahariana — una parte importante de las tierras sigue estando bajo regímenes estatales o consuetudinarios. Y, a menudo, estas dos lógicas coexisten, lo que genera fricciones. Las instituciones liberales de la economía capitalista presionan para liberalizar los regímenes de tenencia de la tierra.
Esta dinámica ha estado, y sigue estando, muy presente en África subsahariana, donde genera numerosos conflictos. Las resistencias frente a esta mercantilización de la tierra han dado lugar frecuentemente a tensiones políticas y sociales. En Malí, por ejemplo, estos temas han alimentado conflictos internos. Y se puede pensar que una de las razones del derrocamiento y asesinato de Thomas Sankara fue precisamente su voluntad de defender un derecho colectivo sobre la tierra y una agricultura que no estuviera completamente integrada en las lógicas capitalistas.
En el imaginario colectivo, la idea de un cambio de régimen agrario fuera del capitalismo está fuertemente asociada con las reformas agrarias de América Latina. Y aquí hago, por supuesto, referencia al título del podcast, Tierra y Libertad, que, antes de ser un eslogan del anarquismo español, proviene de Ricardo Flores Magón, revolucionario mexicano.
La reforma agraria que surgió de la revolución mexicana de 1917 es un ejemplo emblemático. Estableció un régimen de tierras comunales, los ejidos, cuyo objetivo era liberar a los campesinos del control de los grandes propietarios. Este sistema no logró escapar completamente a la reconstitución de élites: algunos antiguos terratenientes, al no poder seguir poseyendo tierras, retomaron el control a través del comercio agrícola. Pero a pesar de sus límites, esta reforma representó un intento real de emancipación campesina.
Este régimen de ejidos fue, en gran medida, desmantelado a principios de los años 1990. Y esta abolición fue concomitante —incluso desencadenante— del levantamiento zapatista en Chiapas, que sigue siendo hoy uno de los grandes movimientos contemporáneos en torno al acceso a la tierra.
Este vínculo entre el régimen de propiedad de la tierra y la estabilidad política ha sido bien analizado por Pierre Blanc, geopolitólogo, quien muestra que cuanto más equitativo es el acceso a la tierra, más estables son los regímenes políticos. Da como ejemplo, en particular, el caso de Brasil: en 1964, había sobre la mesa un proyecto de reforma agraria, y una de las fuerzas que apoyaron el golpe militar fueron los grandes propietarios rurales, preocupados por perder sus privilegios.
Este vínculo es menos operativo hoy en día en sociedades donde la agricultura representa sólo una pequeña parte de la población activa, como en Europa occidental o en Estados Unidos. Pero, a escala histórica de los dos últimos siglos, sigue siendo un factor central.
Defiendes la idea de una Seguridad Social de la Alimentación. ¿En qué consistiría concretamente y, según tú, hasta qué punto es viable su implementación?
El sistema alimentario, tal como está organizado por el capitalismo, lleva a la explotación de quienes trabajan la tierra, pero también, más ampliamente, de todes quienes participan en las cadenas alimentarias. Lxs cajerxs de supermercado, lxs trabajadorxs de los mataderos o de las fábricas de transformación no tienen empleos emancipadores, bien remunerados ni valorados socialmente. Y en el otro extremo de la cadena, este sistema destruye ecosistemas sin garantizar una alimentación de calidad, ni siquiera suficiente para todxs. Así que hay un problema real.
A partir de ahí, reconociendo que hoy las ideas revolucionarias no son mayoritarias en la sociedad, podemos preguntarnos: ¿qué se puede hacer a corto plazo? Una de las propuestas es inspirarse en el modelo de la Seguridad Social, tal como se instauró tras la Liberación, en 1945. No fue una salida del capitalismo, pero permitió conquistar derechos sociales fundamentales. Fue una transformación concreta, una victoria, un alivio para muchxs.
La idea es retomar esa lógica para crear una Seguridad Social de la Alimentación. Sería una nueva rama de la Seguridad Social, dedicada a la alimentación, y basada en los tres grandes principios de 1946.
Primero, la universalidad: todxs tendrían derecho a una asignación alimentaria, sin condición de ingresos. Serían 150 euros al mes para cada persona que viva en el territorio. La idea es hacer comunidad en torno a la alimentación, reconociendo que alimentarse bien es un derecho.
Segundo, la democracia: lxs productorxs y productos accesibles mediante esa asignación serían elegidxs colectivamente en cajas locales de Seguridad Social de la Alimentación. Estas cajas estarían gestionadas por la ciudadanía organizada, que decidiría en común qué se considera una alimentación socialmente aceptable —en términos de condiciones de producción, impacto ecológico, calidad nutricional, valor simbólico o cultural.
Tercero, la justicia económica: el financiamiento vendría de la cotización social, no de los impuestos. No se trata de compensar desigualdades después de que ocurran, sino de socializar desde el inicio una parte del valor allí donde se produce. Porque ese valor no surge de la nada: siempre proviene de un esfuerzo colectivo, de una sociedad organizada. Por tanto, es a la sociedad a quien le corresponde decidir cómo redistribuirlo.
Todo esto permitiría establecer precios justos, remunerar dignamente a quienes trabajan en las cadenas alimentarias y hacer esos precios accesibles garantizando que todxs tengan medios para pagarlos. Al mismo tiempo, orientaría la producción, ya que serían las decisiones democráticas de las cajas las que definirían qué productos se apoyan. Sería, por tanto, una forma de organizar una parte del sistema alimentario al margen del capitalismo, en una lógica de socialización, incluso de comunalización.
No sería una salida total del capitalismo. Tampoco supondría eliminar completamente el mercado, ya que seguiría existiendo un mercado regulado, limitado a productos conveniados. Pero ya sería una herramienta poderosa para responder a problemas concretos, aquí y ahora.
¿Es viable? Técnica y jurídicamente, sí. No hace falta una nueva Constitución ni salir de los tratados europeos. Juristas ya han trabajado esta propuesta y es perfectamente realizable en el marco actual.
El verdadero desafío es el del equilibrio de fuerzas políticas. Por eso se ha constituido un colectivo por una Seguridad Social de la Alimentación. Reúne a numerosas organizaciones que trabajan para dar a conocer la idea, defenderla ante lxs habitantes, y lograr que se convierta en una demanda popular, evidente, ineludible en el debate público.
Un poco como la Seguridad Social de 1946, que no surgió de la nada, sino de décadas de luchas, experimentaciones y reflexiones. Incluso bajo el régimen de Vichy se sentaron algunas bases de lo que luego sería la Seguridad Social, con asignaciones para trabajadores mayores, los primeros esbozos del sistema de pensiones. Y fue el Consejo Nacional de la Resistencia quien consolidó todo aquello para crear la Seguridad Social.
Hoy en día están surgiendo experimentaciones similares en diferentes partes de Francia. Algunos territorios han reunido fondos para distribuir asignaciones alimentarias a pequeños grupos de personas. Todavía no son sistemas universales, pero estos ensayos permiten comprobar que la idea funciona, identificar obstáculos y detectar oportunidades.
Y si llevamos más lejos la analogía con la Seguridad Social, estas experiencias actuales se parecen a lo que fueron las cajas de ayuda mutua (caisses de secours mutuelles) a principios del siglo XX: estructuras modestas, pero fundacionales.
Este proyecto de Seguridad Social de la Alimentación podría ser instaurado mañana mismo por el Estado. Pero también podría sobrevivir a un debilitamiento del Estado y convertirse en una forma duradera de organización de la alimentación en una sociedad postcapitalista.
Frente al acaparamiento de tierras, existen distintas formas de actuar: desde la acción directa como la del movimiento Las Sublevaciones de la Tierra (Les Soulèvements de la Terre) o las ZAD (Zona a defender), hasta enfoques más institucionales como los de Terre de Liens o el trabajo de incidencia política. ¿Cómo evalúas hoy la cooperación entre estas diferentes formas de lucha en Francia?
Es una gran pregunta, una cuestión estratégica. Se la plantean todxs quienes defienden una sociedad más emancipada y ecológica. También es una de las grandes interrogantes de la izquierda, en Francia y en otros lugares. Nos encontramos en un punto intermedio: durante mucho tiempo, se imaginaron modelos revolucionarios alternativos —la Unión Soviética, la España de 1936 para lxs libertarixs, Yugoslavia o China para lxs maoístas. Estas experiencias a gran escala fracasaron. No se trata aquí de hacer un inventario de lo mejor y lo peor, pero no llegaron a buen puerto.
Después de la caída de la URSS, en el momento en que China se orienta hacia un capitalismo de Estado, dejó de haber un modelo alternativo creíble. Llegan los años 90 con teorías absurdas sobre el fin del Estado, que la historia ha desmentido ampliamente. Entonces, la pregunta pasa a ser: ¿cómo hacer la revolución en ese marco?
Una respuesta fue organizarse desde los márgenes, a través de pequeñas iniciativas locales. Se delinean dos polos. Por un lado, un polo libertario romántico: okupas, experiencias de vida colectiva, inspiradas en el texto Zona temporalmente autónoma de Hakim Bey. La idea era crear bolsas de autonomía temporal, listas para desplazarse en caso de represión. Por otro lado, el desarrollo de la economía social y solidaria: monedas locales, experimentaciones a pequeña escala. La esperanza: "que las mañanas pequeñas hagan las grandes noches".
Pero veinte o treinta años después, vemos que estos enfoques no bastan. No han cambiado las reglas del juego. Entonces surge otra vez la pregunta: ¿cómo cambiar de escala? ¿Cómo pasar de los márgenes a la creación de una verdadera correlación de fuerzas?
La experiencia de la ZAD de Notre-Dame-des-Landes fue clave. En un principio se inscribía en esa lógica de zona autónoma temporal. Pero lxs que se instalaron allí, al tejer lazos sociales y ecológicos, quisieron quedarse. Quisieron construir algo duradero.
Vivieron la autonomía territorial en condiciones difíciles, muchas veces con barro y bajo represión. Aun así, decidieron quedarse y levantar algo con vocación de permanencia. Eso implicó tejer vínculos con actores y actoras locales que no eran ni libertarixs ni autónomxs, pero que apoyaban la experimentación social. Colaborar con representantes electxs, partidos políticos, sindicatos. Uno de los momentos fuertes fue lograr que la CGT de Vinci se uniera a la lucha.
Ahí se ve una voluntad de salir de los márgenes y construir alianzas que van más allá del círculo de la ultraizquierda y del autonomismo político.
Desde el lado de lxs actores más institucionales —militantes pacifistas, legalistas, miembrxs de partidos—, algunxs aceptaron colaborar con activistas ilegalistas o revolucionarixs. Este cruce es un terreno estratégico clave para la izquierda en Francia hoy. La oposición entre reforma y revolución no ha desaparecido, pero puede dejarse de lado en favor de una lógica de composición: no compartimos el mismo horizonte ideológico, pero podemos acordar una base común para llevar adelante luchas importantes.
Esa recomposición se cristaliza alrededor de la ZAD de Notre-Dame-des-Landes y se extiende a otras luchas. Los Levantamientos de la Tierra encarnan hoy esa dinámica. A pesar de una represión muy fuerte —proporcional a la ambición política del movimiento— siguen siendo un catalizador. Vemos esa misma dinámica en iniciativas más institucionales, que se apoyan en el derecho para impugnar proyectos inútiles e impuestos, como la ley que autoriza pesticidas que matan abejas y campesinxs.
Se están tejiendo alianzas entre tradiciones políticas muy diferentes. Una reforma de las SAFER o de la regulación del acceso a la tierra puede beneficiar tanto a okupas como a defensores y defensoras de la incidencia legalista.
La presión contra las mega-balsas, impulsada por colectivos como No a las Balsas, Gracias (Bassines Non Merci), está haciendo que su construcción sea cada vez más difícil. Esto fortalece el trabajo de incidencia política: si la relación de fuerzas en la sociedad impide su realización, las leyes que las autorizan quedan sin efecto.
Ya hemos visto este tipo de dinámica con los OGM (Organismo Genéticamente Modificado). Antes de Los Levantamientos de la Tierra y la ZAD, los transgénicos se volvieron tan impopulares que era casi imposible hacerlos pasar por la ley. Existía una interpenetración entre quienes hacían acciones ilegales —lxs segadores y segadoras— y parlamentaries que buscaban legislar.
Todo esto muestra una complementariedad de tácticas y la posibilidad de construir alianzas eficaces para influir en las correlaciones de fuerza, incluso partiendo de posiciones ideológicas muy diferentes.
Trabajas para Terre de Liens. ¿Puedes contarnos más sobre las misiones y acciones de esta organización, pero también sobre los límites que puede encontrar un modelo así?
Terre de Liens es un movimiento ciudadano que se interesa por la preservación y el reparto de las tierras, en particular las tierras agrícolas. La idea es decir que la cuestión de la tierra no concierne únicamente a lxs agricultorxs. Obviamente, quienes trabajan la tierra tienen mucho que decir sobre qué es la tierra y qué se hace con ella, pero eso también involucra cuestiones de alimentación, salud, medioambiente y paisaje. No deberían ser solamente el 1,5% de la población que son lxs agricultorxs, ni lxs representantes electxs o lxs urbanistas, quienes definan en solitario qué hacemos con las tierras. Es necesario que la sociedad civil también tenga voz.
Ese es el gran principio de Terre de Liens. Pero una vez dicho eso, por más educación popular que se haga, rápidamente se llega a la cuestión de la propiedad. Y para hablar de eso, lo más eficaz es confrontarse a ello de manera pragmática.
Una de las opciones elegidas para preservar y compartir las tierras ha sido convertirse en propietarixs colectivxs. La idea es movilizar a personas para que pongan en común su tiempo y su dinero, con el fin de comprar juntxs tierras agrícolas y alquilarlas a agricultorxs que deseen instalarse con una agroecología campesina, ecológica, y alimentar los territorios.
Concretamente, eso crea un principio de solidaridad entre habitantes de un territorio que deciden colocar un poco de dinero ahí en vez de en una cuenta de ahorros, y eso a veces permite obtener también algunas subvenciones públicas para desarrollar una agricultura ecológica.
Hoy en día, Terre de Liens ha logrado comprar algo más de 10.000 hectáreas en Francia. Eso ha permitido la instalación o el mantenimiento de unas 800 personas campesinas en 400 fincas. Es algo muy motivador, porque obliga a enfrentarse concretamente a una pregunta esencial: cuando se convierte colectivamente en propietarix de una tierra, ¿a quién le pertenece realmente? ¿Cuáles son las condiciones de esa propiedad? Y entonces, a pequeña escala, se experimenta lo que podría ser mañana la gestión colectiva de un bien común territorial.
Por supuesto, es complicado. No hemos salido del capitalismo. Tenemos que rendir cuentas al sistema capitalista, a las normas del derecho burgués. Entonces sí, esto sigue siendo limitado a ciertas escalas. Pero ya es una prueba de que la propiedad privada, la maximización del beneficio, no son una fatalidad. Se puede organizar de otra manera, incluso dentro de la sociedad actual. Y hay mucha gente que quiere hacerlo de otra manera.
Terre de Liens moviliza actualmente entre 40.000 y 50.000 personas en Francia. Entre voluntarixs, donadorxs, socixs, aquellxs que dan algo de tiempo o de dinero: es mucha gente. No hay muchos partidos políticos que hoy puedan reivindicar tantxs adherentes.
Dicho esto, en cuanto a la cuestión del acceso a la tierra, seguimos muy por debajo de lo necesario. Francia tiene 28 millones de hectáreas de tierras agrícolas. Entonces, 10.000 hectáreas es una gota de agua. No es eso lo que va a transformar la agricultura francesa a gran escala, ni a cambiar el régimen de propiedad de la tierra. Hay que pensar en cómo escalar, de lo contrario se queda en lo anecdótico.
Y además, esta acción se inscribe en una economía capitalista, con dependencias respecto a subvenciones públicas, de colectividades locales que no siempre están alineadas con la idea de una agricultura campesina o ecológica. Eso limita lo que se puede hacer.
Donde realmente es interesante —y donde yo siento que tengo un lugar útil— es que este trabajo permite dar una batalla cultural. Permite demostrar que la agricultura campesina y ecológica funciona. A menudo se dice que no hay alternativa para lxs agricultorxs más allá de los pesticidas o del endeudamiento. Pero nosotrxs logramos probar que existen otras formas de hacer —y que son igual de eficaces, incluso dentro del marco capitalista actual. No son menos eficientes que las soluciones propuestas por el capitalismo o por la FNSEA (Federación Nacional de Sindicatos de Explotadorxs Agrícolas). Y eso, entusiasma profundamente.
Sobre la propiedad también, se vienen a cuestionar muchos lugares comunes: como que la propiedad privada sería la única forma de garantizar los derechos fundamentales, o que sería la manera más eficaz de gestionar un recurso como la tierra. Y claramente, eso no es verdad. Nosotrxs lo demostramos.
Todo esto permite tanto instalar campesinxs, como trabajar con colectividades locales que quieren hacer las cosas bien —y aún hay bastantes—, movilizar a lxs habitantes en torno a una acción concreta, material, no solamente ideológica.
Y también permite ir a ver a lxs legisladorxs. Decirles: «Miren lo que hemos logrado hacer. Si aprueban algunas leyes, esto podría multiplicarse». No sería necesariamente salir del capitalismo —no es nuestro objetivo inmediato— pero sí podría cambiar muchas cosas. Es una base para hacer incidencia política. A veces funciona, a veces no.
Y si articulamos esta acción con otros modos de acción directa, con sindicalismo campesino no corporativista —como el llevado por la Confédération paysanne (Confederación Campesina)—, o con otras formas de luchas ecológicas y políticas, entonces se puede esperar construir una correlación de fuerzas que, a largo plazo, podría volverse ganadora.
¿Has visto modelos o luchas campesinas en otros países que podrían inspirarnos en Francia? ¿Puedes darnos ejemplos de movimientos en Europa o en otras regiones que luchen por una reapropiación de los bienes comunes?
Hay un ejemplo muy claro hoy en día: el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil. Se trata de campesinxs proletarizadxs, excluidxs del acceso a la tierra y a la subsistencia, que se organizan desde la base para recuperar tierras de los grandes latifundios, arrebatar medios de vida al capitalismo y emanciparse a través de un trabajo agrícola autogestionado y autoadministrado. Es un movimiento de enorme relevancia.
Una vez más, su nivel de subversión se refleja en el grado de represión que ha sufrido, incluyendo asesinatos políticos y una violencia estatal muy fuerte. Por eso también es un movimiento profundamente inspirador.
Ya lo mencionamos un poco antes, pero la revolución zapatista en Chiapas también constituye una experiencia extremadamente rica —sin romantizar ni idealizar estas luchas—, ofrecen caminos muy interesantes sobre la gestión colectiva de la tierra y la soberanía territorial.
En África subsahariana, muchas luchas campesinas buscan preservar sistemas consuetudinarios. Pienso especialmente en el ROPPA (Red de organizaciones campesinas y de productores de África Occidental), una coordinación de sindicatos agrícolas de África Occidental, que defiende un acceso a la tierra no liberalizado y se opone al acaparamiento y a las concesiones de tierras otorgadas a multinacionales agroindustriales. Estas también son movilizaciones inspiradoras, impulsadas por campesinxs africanos/as. Seguramente hay dinámicas similares en África Oriental, pero conozco mejor África Occidental, donde es más fácil intercambiar con compañerxs francófonxs.
También se pueden mencionar las luchas agrarias en Madagascar, donde la inestabilidad política fue alimentada por proyectos de acaparamiento de tierras destinados a producir alimentos para poblaciones del sudeste asiático —especialmente de Corea del Sur. Algunas de estas luchas fueron parcialmente victoriosas. Y en el delta del Níger, también han surgido movilizaciones contra formas violentas de expropiación de tierras.
La Vía Campesina es una coordinación internacional de sindicatos agrícolas y campesinxs —sin duda la más estructurada a esta escala. Reúne, entre otros, a la Confederación Campesina (Confédération paysanne) en Francia, así como al Movimiento de los Sin Tierra en Brasil. Esta red logró que la ONU adoptara la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y Otras Personas que Trabajan en Zonas Rurales (UNDROP). Es una lucha profundamente institucional, llevada al terreno del derecho internacional —un espacio que aún está poco explorado por los movimientos sociales.
Esa declaración, así como las Directrices Voluntarias sobre la Gobernanza Responsable de la Tenencia de la Tierra, también adoptadas por la ONU, han sido utilizadas por organizaciones campesinas en Rumanía y por organizaciones Sami en Finlandia para reclamar derechos comunitarios sobre las tierras. Y estas luchas han logrado algunos avances. Son experiencias particularmente interesantes de seguir.
Por último, en Irlanda, una reforma agraria reciente permitió reconocer derechos comunitarios de acceso a la tierra, en un país marcado por una estructura agraria muy concentrada y una agricultura muy capitalista, incluso en formas extensivas como la ganadería ovina. En Escocia, una reforma similar reconoció los derechos de las comunidades locales sobre la tierra y la alimentación.
No es perfecto, pero hay dinámicas que nos dan esperanza.
Muchas gracias, eso concluye esta entrevista con una nota bastante positiva. Son victorias que, me parece, hay que celebrar — dan señales de esperanza, aunque obviamente quede muchísimo trabajo por hacer.
¿Tienes recursos para recomendar — libros, podcasts, artículos — para entender mejor las cuestiones agrarias y del acceso a la tierra?
Pues no son únicamente recursos sobre la cuestión agraria, sino más ampliamente sobre la agricultura y la alimentación. Un libro que me parece hoy en día imprescindible, aunque no sea muy reciente, es "Recuperar la tierra de las máquinas" ("Reprendre la terre aux machines"), publicado por L’Atelier Paysan, en la editorial Seuil, dentro de la colección Anthropocène. Es un texto corto, muy evocador, accesible y movilizador. Ha sido un factor de radicalización para bastante gente en torno a los temas agrarios, y también aborda un poco la cuestión de la seguridad social alimentaria.
Sobre este último tema, me permito una pequeña autopromoción: coescribí junto con Sarah Cohen un libro titulado "Democracia en nuestros platos – Por una seguridad social de la alimentación" ("De la démocratie dans nos assiettes – Pour une sécurité sociale de l’alimentation"), publicado por la editorial Charles Léopold Mayer. Es una obra corta, de unas cien páginas, bastante digerible, que permite situar bien muchos de estos temas.
Desde el colectivo Reapropiación de la Tierra ("Reprise de Terre"), en el que participo, también hemos producido un número especial de la revista Socialter, titulado "Estas tierras que se defienden" ("Ces terres qui se défendent"). Es un panorama bastante amplio sobre los temas del acceso a la tierra, la alimentación y los derechos de lxs subalternxs, tanto en Francia como a nivel internacional. Hablamos de las mega-balsas, del acceso de las mujeres a la tierra, de la consideración del mundo viviente no humano, etc. Es denso —unas 180 páginas— pero muy ilustrado y agradable de leer; realmente se puede ir picando contenido.
Con ese mismo colectivo, también llevamos una pequeña columna en la revista trimestral Fracas, de ecología política. Y colaboramos regularmente con la revista en línea Terrestres, que recomiendo mucho, no sólo por las cuestiones agrarias, sino para todo lo relacionado con la ecología política. Por cierto, pronto publicaremos ahí unos podcasts que se difundirán a través de la plataforma Spectre — una plataforma de podcasts excelente que recomiendo en general.
Y para terminar, un gran descubrimiento: un podcast que se llama "Manuel Déterre", alojado en Blast, que trata sobre la agricultura y el acceso a la tierra para las mujeres en Francia. Acaban de terminar su primera temporada. Es a la vez sensible, sutil, preciso y sumamente potente. Un pequeño aviso, eso sí: el primer episodio aborda las violencias sexistas y sexuales en el mundo agrícola. Es impactante. Recomiendo escucharlo en un momento en que te sientas con ánimos, o empezar directamente por el segundo episodio y volver luego al primero. En todo caso, es realmente esencial informarse sobre estas realidades.
Muchas gracias, has hecho recomendaciones excelentes — algunas no las conocía. De mi parte, hay un libro que recomiendo a menudo y que me gusta mucho: "Autonomía y subsistencia" de Aurélien Berlan. Es un ensayo muy accesible, a la vez fácil de leer y transversal en su forma de abordar las cuestiones de autonomía. Me hubiera encantado descubrirlo antes de meterme en textos más técnicos, porque ofrece una puerta de entrada muy clara a temas a veces complejos.
Totalmente, es un recurso muy valioso.
También está Geneviève Prouveau, cercana a Aurélien Berlan, que publica con frecuencia y propone reflexiones muy estimulantes, especialmente en su libro "Cotidianidad política" ("Quotidien politique"). Fue apasionante. ¡Hay muchísimo contenido!