En este episodio, recibimos a Julie Guthman, profesora emérita de sociología en la Universidad de California en Santa Cruz. Julie obtuvo su doctorado en geografía en la Universidad de Berkeley y, desde hace casi treinta años, su investigación y docencia se centran en cómo el capitalismo neoliberal influye en los posibles cambios en el sistema alimentario.
Entre otros temas, ha estudiado cómo el rápido crecimiento de la industria de la fresa en California se basó en el uso de fumigantes tóxicos, moldeando todo el sistema de producción y haciendo extremadamente difícil cultivar fresas sin recurrir a estos productos químicos.
Julie ha publicado más de sesenta artículos en revistas académicas y ha escrito cinco libros, reconocidos por su contribución al estudio de los sistemas alimentarios. Sus libros abordan diversos aspectos de su investigación: Agrarian Dreams: The Paradox of Organic Farming in California, Weighing In: Obesity, Food Justice, and the Limits of Capitalism, The New Food Activism: Opposition, Cooperation, and Collective Action y Wilted: Pathogens, Chemicals, and the Fragile Future of the Strawberry Industry.
Sin embargo, este episodio se centra en su último libro, The Problem with Solutions: Why Silicon Valley Can't Hack the Future of Food (El problema de las soluciones: por qué Silicon Valley no puede hackear el futuro de la alimentación). En esta obra, Julie critica las soluciones limitadas y de corto plazo para la alimentación y la agricultura promovidas por Silicon Valley, instándonos a ir más allá de estos enfoques puntuales, centrados en el capital, y de las soluciones "tecno-salvadoras" que no logran construir un sistema alimentario verdaderamente justo y sostenible.
Aunque el libro se centra principalmente en la agricultura, sus ideas tienen un alcance más amplio, ofreciendo una crítica poderosa de las "soluciones" que ignoran las causas estructurales más profundas de las principales crisis sociales y medioambientales de nuestro tiempo.
Hola Julie. Para empezar, ¿puedes contarnos un poco más sobre ti y tu trabajo?
Me formé como geógrafa y obtuve mi doctorado en geografía en la Universidad de California en Berkeley hace casi 25 años. La mayor parte de mi investigación se ha centrado en los esfuerzos por transformar la producción y distribución de alimentos. Mi proyecto original de tesis se enfocó en la agricultura orgánica, y también llevé a cabo un proyecto sobre la reducción del uso de pesticidas en la industria de la fresa en California, entre muchos otros. La inspiración para el libro que discutimos hoy viene de la reciente inversión de Silicon Valley en los sectores de la alimentación y la agricultura. Parecen haber entrado en estos ámbitos con la idea de que pueden resolver algunos de los problemas más difíciles a través de la tecnología.
Para seguir con el tema del libro que acabas de mencionar, «El problema de las soluciones», ¿podrías explicarnos qué defines como una «solución» y por qué tiende a ser tan atractiva?
Para ser clara, no estoy en contra de que se aborden los grandes problemas del mundo. Evidentemente, desafíos enormes como el cambio climático, la sostenibilidad y la inseguridad alimentaria deben enfrentarse. Pero en mi libro, defino las "soluciones" como ajustes limitados y diseñados de forma estrecha para abordar problemas que ya han sido simplificados para poder presentarlos como solucionables. Tomemos el ejemplo del cambio climático. En lugar de abordar directamente las emisiones de CO₂ y metano, se reformula el problema diciendo que la gente no conoce suficientemente su huella climática. Entonces alguien crea una aplicación para ayudarles a seguirla. Eso ilustra lo que quiero decir: una definición limitada del problema y una solución igualmente limitada.
Estas soluciones a menudo se elaboran con una comprensión reducida de la problemática general y un conjunto restringido de herramientas, reflejando una noción limitada de las posibilidades. Enfrentar el cambio climático puede parecer abrumador, pero ofrecer una aplicación que informe a las personas sobre su huella climática parece algo más factible. Estas soluciones son atractivas porque parecen realizables, concretas y dan una sensación de acción inmediata. Las personas se sienten bien, sienten que están marcando la diferencia.
Sin embargo, la realidad es que probablemente no tienen un impacto significativo. Es interesante notar que la palabra «solución» tiene la misma raíz que la palabra «absolución», que significa liberarse de la culpa o de la responsabilidad. Creo que aquí hay un paralelo: las soluciones pueden dar a las personas la sensación de que ya han cumplido, liberándolas así de la necesidad de comprometerse con los aspectos más difíciles del cambio social.
Entonces, si nos centramos específicamente en la agricultura — según mi experiencia, muchos agricultores son favorables, o al menos muy curiosos, respecto a las nuevas tecnologías para resolver problemas como la escasez de mano de obra y la rentabilidad. ¿Cuál ha sido tu experiencia personal al hablar con agricultores sobre su percepción y su uso de la tecnología?
Este proyecto sobre Silicon Valley fue inspirado, en parte, por mis investigaciones anteriores sobre la producción de fresas. La industria californiana de la fresa enfrenta varios desafíos importantes: regulaciones más estrictas, escasez de mano de obra, restricciones en el uso de fumigantes del suelo —especialmente debido a su toxicidad, lo cual fue una motivación clave para este proyecto— además de una escasez de tierras, entre otros.
En lo que respecta a la mano de obra, a los productores de fresas les encantaría tener un robot que pudiera cosechar las fresas. Aunque los trabajadores de la fresa reciben salarios extremadamente bajos y soportan condiciones laborales duras, siguen representando el costo más importante en la producción de fresas. Por eso, los productores están muy interesados en los robots, y algunos ya los están utilizando de manera experimental.
Esa es una de las motivaciones de este proyecto. El hecho es que no está nada claro que la mayoría de las tecnologías que salen de Silicon Valley —y hay una gran variedad de ellas que se venden al público, a los agricultores y a la agroindustria— realmente respondan a las preocupaciones de los productores. De hecho, he observado que los emprendedores suelen imaginarse estos problemas en lugar de tomarse el tiempo para estudiarlos.
Un ejemplo de ello es el desarrollo de tecnologías que permiten recolectar datos sobre los campos de los agricultores, bajo la suposición de que más datos ayudarán a los productores a tomar mejores decisiones sobre los productos que deben aplicar a sus cultivos. Sin embargo, muchos agricultores no están entusiasmados con la idea de compartir sus datos con grandes empresas tecnológicas. Además, no está claro que los datos proporcionados por estas empresas sean realmente útiles para los agricultores. Cuando se enfrentan a un problema específico, los agricultores reciben con agrado las soluciones tecnológicas. Pero cuando la tecnología está determinada por lo que los emprendedores pueden crear, en lugar de por lo que realmente necesitan los agricultores, suele producirse una desconexión.
Uno de los argumentos que a menudo se utilizan para justificar el despliegue de la tecnología en la agricultura es que es necesaria para alimentar a los 10 mil millones de personas que, se supone, poblarán el planeta. ¿Cuál es, según tú, la validez de ese argumento y qué papel debería jugar la tecnología para garantizar la seguridad alimentaria mundial?
Sí, ese es el principal argumento que suele presentarse para justificar el desarrollo tecnológico en la agricultura. Para este libro, realicé investigaciones como parte de un proyecto colaborativo con otros investigadores. Asistimos a muchos eventos y observamos numerosos “pitchs”. Con eso me refiero a situaciones en las que un emprendedor se pone frente a un público —a menudo compuesto por inversores—, presenta el «gran problema» que busca resolver, expone su solución y pide financiación para desarrollar su proyecto.
Creo que la gran mayoría de esas presentaciones comenzaban con la afirmación habitual de que necesitamos alimentar a una población futura de 10 mil millones de personas. Esta afirmación solía hacerse de manera casi automática, como si fuera parte del guión. Sin embargo, desde hace tiempo, los científicos sociales han refutado la idea de que aumentar la producción sea la respuesta a los problemas de seguridad alimentaria. Muchos de ellos se refieren al trabajo del economista Amartya Sen, ganador del Premio Nobel, quien observó que el hambre y las hambrunas rara vez son causadas por la escasez de alimentos. Más bien, resultan de la falta de acceso a los alimentos, generalmente por razones políticas.
La situación actual en Gaza es un ejemplo muy claro. No se trata de una escasez absoluta de alimentos; la gente se está muriendo de hambre porque su suministro de alimentos ha sido interrumpido. No pueden recibir ayuda y sus medios habituales para acceder a la comida, como comprarla en tiendas, han sido destruidos por los bombardeos. Esto demuestra claramente que el hambre puede existir incluso cuando hay alimentos disponibles.
De hecho, la sobreproducción es un problema persistente, especialmente en Estados Unidos, donde los agricultores producen mucho más de lo que los consumidores necesitan. Por eso gran parte de esos productos se exportan, para encontrar mercados donde colocar los excedentes. Así que encuentro poco convincentes esos argumentos sobre la necesidad de producir más alimentos.
Eso me recuerda a la conversación que tuve con el Dr. Seth Holmes en el episodio anterior. Él explicaba que una de las razones por las cuales los trabajadores agrícolas mexicanos terminan teniendo que cruzar la frontera ilegalmente para trabajar como recolectores de fruta en Estados Unidos está, de hecho, relacionada con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Sin aranceles en la frontera, el maíz subsidiado de Estados Unidos llega a México a precios más bajos que los costos de producción locales, lo que significa que los agricultores mexicanos ya no pueden vivir de sus cultivos. Es otro ejemplo de cómo la pobreza y la inseguridad alimentaria tienen mucho más que ver con cuestiones políticas que con los rendimientos agrícolas —problemas que la tecnología por sí sola no puede realmente resolver.
Muchos de los “creadores de soluciones” tienen como objetivo que los agricultores puedan ganarse mejor la vida, lo cual parece ser un objetivo loable, considerando lo difícil que les resulta a muchos agricultores obtener un ingreso decente. ¿Qué efectos a largo plazo has observado tú de la tecnología sobre la rentabilidad de los agricultores?
Sí, los agricultores trabajan con márgenes muy pequeños, lo cual es un problema importante. Es por eso que vemos una creciente concentración en la agricultura: para seguir siendo rentables, a menudo hay que tener una gran superficie, porque los márgenes de ganancia son muy bajos. Paradójicamente, la tecnología ha contribuido más a este problema de lo que lo ha solucionado. He visto muchas presentaciones en las que el emprendedor afirmaba que su solución haría que los agricultores fueran más rentables, cuando en realidad lo que vendía terminaría reduciendo sus ingresos.
Existe un término para describir esta dinámica: el apropiacionismo. Lo acuñaron David Goodman, Bernardo Sorj y John Wilkinson en su libro de 1987, “From Farming to Biotechnology : A Theory of Agro-industrial Development” (De la agricultura a la biotecnología: una teoría del desarrollo agroindustrial). Todavía me refiero mucho a este libro; es uno de los textos de economía política agraria más interesantes que conozco.
El apropiacionismo es la idea de que procesos que antes se realizaban dentro de las explotaciones agrícolas, y que podían ser rentables para los agricultores, son extraídos, transformados en mercancías y luego revendidos a los propios agricultores. Por ejemplo, en lugar de utilizar tracción animal o la rotación de cultivos para mantener la fertilidad del suelo, los agricultores ahora compran tractores y fertilizantes. Entonces, cuando un emprendedor afirma que su producto va a aumentar la rentabilidad de los agricultores, pero estos tienen que comprarlo o alquilarlo, lo más probable es que termine reduciendo sus beneficios.
Este fenómeno también está relacionado con un concepto conocido como el “treadmill tecnológico” o "engranaje tecnológico", utilizado desde hace tiempo en la economía política. El principio es el siguiente: cuando una nueva tecnología hace que los agricultores sean más productivos, los primeros en adoptarla se benefician inicialmente, porque pueden producir más en la misma superficie y así obtener mayores ganancias. Pero a medida que más agricultores adoptan la tecnología, la producción general aumenta, lo que lleva a una sobreproducción, una saturación del mercado y, finalmente, una caída de los precios.
Así que la promesa de la industria tecnológica de hacer que los agricultores sean más rentables no tiene en cuenta estos dos problemas recurrentes de la economía política agraria: el apropiacionismo —donde los beneficios se desvían de los agricultores— y el engranaje tecnológico, que perpetúa los márgenes bajos.
En tu libro, describes tres impulsos distintos: el "techno-fix", el "solucionismo" y la « voluntad de mejorar », que, según tú, contribuyen al problema con las soluciones. Muchas personas que apoyan o desarrollan soluciones, a menudo relacionadas con la tecnología, tienen buenas intenciones. Tú llamas a esto la « voluntad de mejorar ». ¿De dónde viene esa « voluntad de mejorar », y cuáles son, según tú, los principales problemas que esto genera?
Primero, me gustaría desarrollar un poco los otros dos conceptos. Cuando hablo de "techno-fix", me refiero a una tendencia a reducir problemas complejos a algo que la tecnología, por sí sola, podría resolver. Este enfoque suele ir acompañado de la esperanza de evitar cambios en los modos de vida o evitar la redistribución. Pero el problema con el techno-fix es que los problemas más persistentes en la agricultura son complejos y requieren acción política — la tecnología por sí sola no los resolverá.
Luego está el "solucionismo", donde la solución misma impulsa el problema. En lugar de examinar las raíces de un problema, alguien podría decir: “Aquí tengo una aplicación o una tecnología digital que puedo desarrollar”, y luego buscar formas de hacerla relevante. Este enfoque puede conducir a crear problemas alrededor de la propia tecnología. Por ejemplo, con la agricultura digital, se podría afirmar que los agricultores necesitan sensores remotos para monitorear sus campos, justificando así una tecnología que quizás nunca fue una preocupación real para ellos.
La "voluntad de mejorar" es un concepto más complejo, porque todos tenemos el deseo de hacer del mundo un lugar mejor. Sin embargo, este término no es mío — fue introducido por primera vez por la antropóloga Tanya Li en sus investigaciones sobre el desarrollo en Indonesia.
El proyecto de “desarrollo”, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en un enorme esfuerzo liderado por las antiguas potencias coloniales para “arreglar” sus antiguas colonias y elevar sus niveles de vida. Los intentos de "desarrollar" lo que entonces se llamaba el Tercer Mundo también buscaban, en parte, impedir que esos países adoptaran el socialismo, manteniéndolos dentro de sistemas capitalistas en un momento en que el socialismo se estaba expandiendo, especialmente con las revoluciones en China y la ex-URSS. Así que el desarrollo fue, en gran medida, una respuesta a esos movimientos socialistas, un intento de modernizar antiguas colonias empobrecidas por el colonialismo.
El desarrollo representa esfuerzos bien intencionados para mejorar las sociedades. Y, por supuesto, ese deseo es comprensible; todos queremos un mundo mejor. Pero, como observa Tanya Li, a menudo está impulsado por lo que los "administradores" del desarrollo o los actores externos creen que es lo mejor, en lugar de basarse en lo que realmente desean o necesitan las personas sobre el terreno.
Así que se imaginan cómo debería ser un "mundo mejor" y llegan con ideas preconcebidas sobre lo que los habitantes de una región económicamente desfavorecida —o incluso no tan desfavorecida— deberían hacer para mejorar su nivel de vida.
En ese sentido, es una práctica colonial: decir “venimos a traerles nuestras ideas”. Esta “voluntad de mejorar” está muy presente, sobre todo entre personas relativamente privilegiadas que sinceramente quieren ayudar, pero que llegan con sus propias ideas sobre lo que se necesita. Creo que esta mentalidad influye profundamente en el sector tecnológico. Muchas personas que trabajan en tecnologías alimentarias y agrícolas, por supuesto, buscan obtener beneficios, pero también creen sinceramente —o dicen creer— que su tecnología mejorará las cosas. Sin embargo, pocas veces comienzan comprometiéndose con las personas a quienes quieren "ayudar", preguntándoles qué necesitan, qué desean, o incluso si realmente quieren tecnología. En su lugar, parten de sus propias concepciones sobre lo que pueden ofrecer, muchas veces sin preguntarse si su idea podría terminar generando más problemas de los que soluciona.
Ahora entendemos un poco mejor cuál es el problema con las soluciones. En tu libro, propones el concepto de “respuestas” en lugar de “soluciones”. ¿Cuál es, según tú, la diferencia esencial entre ambas?
¡Excelente pregunta! Justamente, muchas de las ideas que abordo en el libro giran en torno a cómo usamos el término “soluciones”. Pero siendo completamente honesta, yo misma lo uso todo el tiempo — “¿Cuál es la solución?”
Sin embargo, pensar en términos de “respuestas” cambia el punto de partida. En lugar de preguntarte “¿Qué puedo aportar desde mis conocimientos o habilidades?”, te lleva a preguntarte: “¿Qué necesita esta situación?”
Para poder entender qué necesita una situación, hay que considerar los problemas en todas sus dimensiones, en lugar de intentar contenerlos o resolverlos de forma limitada.
Si nos enfocamos en lo que una situación necesita, se abre un abanico más amplio de posibilidades. Este enfoque nos permite reconocer que muchos de los problemas más urgentes del mundo surgen de desigualdades estructurales y problemas sociales profundamente arraigados, como el colonialismo, el capitalismo, el racismo, el sexismo, entre otros.
Pienso el término “respuesta” como lo opuesto a la idea de “problemas con soluciones”. Significa tomarse el tiempo para comprender un problema en toda su complejidad, pensar para quién es realmente un problema antes de actuar. Implica reconocer las causas sociales profundas, los intereses involucrados y reflexionar sobre cómo transformarlos. En cuanto a la “voluntad de mejorar”, también exige que quienes actúan reflexionen sobre su propia posición frente al problema, que consideren de verdad los posibles efectos negativos de su intervención y que se pregunten en qué condiciones —y por parte de quién— debería llevarse a cabo esa intervención.
Entonces, una respuesta no es simplemente una acción; es una forma más comprometida, humilde y reflexiva de abordar cuestiones complejas. Pero quiero aclarar que no digo que todos los problemas deban abordarse de forma estructural desde el principio. No quiero que la gente piense que todo tiene que resolverse de forma total, inmediata y en todas partes.
Más bien, veo la respuesta como una forma de estrategia. Se trata de tomar un problema en toda su complejidad, comprenderlo, y luego preguntarse: “¿Qué estrategia, dadas las posibilidades actuales, puede ayudarnos a empezar a transformar este problema?” Se trata de construir un camino que permita al movimiento social crecer y adaptarse a medida que evoluciona la situación. Así, la respuesta mantiene la magnitud y la complejidad del problema, pero al mismo tiempo hace que el camino a seguir sea específico y viable.
Idealmente, una respuesta se parece a una solución en el sentido de que puede ser inmediata, pero sin reducir el verdadero alcance del problema.
La Revolución Verde buscaba aumentar la producción agrícola en los países en desarrollo a partir de los años 60 mediante el uso de fertilizantes artificiales, pesticidas y semillas de alto rendimiento.
Tú sostienes que es un ejemplo claro de cómo un diagnóstico erróneo, el deseo de evitar las complejidades políticas y una “voluntad de mejorar” bien intencionada pueden conducir a una solución con consecuencias duraderas y controversiales. En tu libro escribes: “Como la madre de todos los techno-fixes agrícolas, la Revolución Verde debería ser vista como una advertencia”.
¿Cuáles fueron las causas profundas de la inseguridad alimentaria que se pasaron por alto en aquel momento? ¿Y cómo podría haber sido una respuesta más adecuada?
Es importante entender que la Revolución Verde se inscribía plenamente dentro del enfoque del desarrollo del que ya hablamos. De muchas maneras, se planteaba como una alternativa a la revolución roja.
La pregunta en ese momento era: ¿cómo podemos desarrollar los sistemas agrícolas en las antiguas colonias de una manera que sea favorable al capitalismo? Los principales escenarios de la Revolución Verde fueron México, India, Filipinas y, en cierta medida, Indonesia. No solo fue una respuesta a la amenaza del socialismo, sino también una forma de evitar las reformas agrarias. En esa época, una de las propuestas para enfrentar la pobreza rural era redistribuir la tierra. Pero quienes promovían la Revolución Verde se oponían a esa idea, argumentando que sería demasiado disruptiva. En cambio, creían que la pobreza y el hambre podían resolverse incrementando la productividad. Por eso se centraron en desarrollar variedades de alto rendimiento, sobre todo de arroz y trigo.
Pero esta estrategia trajo muchos problemas. Estas semillas de alto rendimiento fueron diseñadas bajo el supuesto de que iban a usarse junto con insumos específicos: agua abundante, fertilizantes y pesticidas. Esto provocó una mayor dependencia de la agricultura industrial y de mercados internacionales. El objetivo principal —“alimentar al mundo”— estaba fuertemente influenciado por temores neomalthusianos, es decir, la idea de que el crecimiento poblacional superaría a la producción de alimentos.
Sin embargo, como lo demostró Amartya Sen, muchas personas que sufrían hambre no lo hacían por falta de comida, sino porque no tenían los medios económicos para acceder a ella. A menudo, incluso los mismos campesinos que cultivaban alimentos eran víctimas del hambre. El problema, entonces, no era una escasez física de alimentos, sino la pobreza, el desempleo, la exclusión y la falta de acceso a recursos básicos.
La Revolución Verde partía de la premisa de que el problema era una producción insuficiente de alimentos. Pero ignoraba las causas estructurales del hambre: las desigualdades en la distribución de la tierra, los ingresos y el poder político. En lugar de impulsar reformas profundas, como la redistribución agraria, se optó por una “solución técnica” que aumentó la productividad sin cambiar las estructuras de poder.
Por eso, la Revolución Verde es un ejemplo paradigmático de un techno-fix: una intervención tecnológica diseñada para resolver un problema complejo sin tocar sus causas sociales profundas. Una verdadera respuesta habría implicado escuchar a las comunidades campesinas, atender sus demandas de acceso a la tierra y apoyar modelos de agricultura sostenibles y adaptados al contexto local, en lugar de imponer tecnologías desde arriba.
Muchas tecnologías se están desarrollando actualmente para reducir la dependencia de los pesticidas, como los robots para el deshierbe mecánico y otras herramientas de agricultura de precisión. ¿No representa esto un avance positivo?
Estoy totalmente a favor de reducir el uso de pesticidas —de hecho, esa es una de las razones fundamentales de gran parte de mi investigación—. Pero nuestros estudios han revelado que en realidad existen muy pocas tecnologías diseñadas con el objetivo genuino de reducir esa dependencia. Y debo decir que hablamos poco de los robots para el deshierbe mecánico, aunque sin duda serían una mejor alternativa que depender de productos como el glifosato.
Uno de los ámbitos más promocionados para reducir el uso de pesticidas es la agricultura digital, o de precisión, que se comercializa con la promesa de hacer un uso más eficiente de los agroquímicos. La idea es que si se puede “ver” mejor lo que ocurre en el campo —mediante sensores, imágenes satelitales, algoritmos—, entonces se podrían aplicar los pesticidas sólo cuando y donde sea estrictamente necesario. Sin embargo, hay muy pocas evidencias de que estas tecnologías hayan reducido efectivamente el uso de pesticidas en la práctica. Incluso se puede cuestionar hasta qué punto están siendo adoptadas por los agricultores. Vale la pena notar que algunos de los grandes inversores en estas tecnologías de precisión son justamente las empresas que fabrican pesticidas, lo que plantea dudas legítimas sobre sus verdaderas intenciones.
Para reducir el uso de pesticidas, lo que se necesita realmente es ofrecer a los agricultores alternativas viables. Métodos como la rotación de cultivos, el uso de insectos benéficos o los policultivos son estrategias tradicionales y ya comprobadas, muy utilizadas por agricultores orgánicos o aquellos que practican una agricultura más diversa. Sin embargo, estas prácticas no reciben el mismo nivel de apoyo ni inversión que las nuevas tecnologías, muchas de las cuales provienen de aplicaciones militares.
Lo cierto es que ya sabemos cómo reducir el uso de pesticidas utilizando prácticas de baja tecnología. En lugar de enfocarnos exclusivamente en desarrollar nuevas herramientas, sería más efectivo apoyar directamente a los agricultores que ya están aplicando estas técnicas probadas y sostenibles.
Ya nos hablaste del problema de las soluciones, de la Revolución Verde y del concepto de respuestas. ¿Podrías darnos algunos ejemplos de ‘respuestas’ exitosas a desafíos agrícolas pasados o actuales?"
Es una pregunta difícil, pero voy a basarme en lo que acabo de mencionar. Se podría decir que la agricultura orgánica, en cierto sentido, ha sido una respuesta exitosa. Reintrodujo prácticas con una larga historia, como la agricultura diversificada, el uso de insectos benéficos, la rotación de cultivos y el compostaje, que ayudan a reducir el uso de pesticidas.
Mi crítica a la agricultura orgánica —que desarrollé en mi tesis— no está dirigida a las prácticas agroecológicas en sí, sino al sistema regulatorio que la convirtió en una “solución” a un problema complejo. El movimiento orgánico quería diferenciarse de la agricultura convencional, y por eso creó un sistema de certificación. La idea era que esta certificación incentivaría a los productores a adoptar prácticas orgánicas al ofrecerles una prima en el mercado: una recompensa económica por cultivar sin pesticidas y mejorar la fertilidad del suelo.
El problema es que esa prima depende de la escasez. Si demasiados agricultores obtienen la certificación —como ocurrió en Estados Unidos, especialmente en California, donde yo vivo— los precios pueden caer. Ese fue justamente el tema de mi primer libro y de mis primeros artículos. Entonces, aunque las tecnologías y las prácticas ya existen, lo que realmente necesitamos son otros tipos de apoyo que ayuden a los agricultores a producir de forma más sostenible. Esto incluye subsidios directos, por ejemplo.
Pienso en un proyecto de investigación en California —creo que era con el cultivo de col— en el que se plantaron flores de aliso marítimo entre las hileras para atraer insectos auxiliares que reducen naturalmente las plagas. Tras una serie de ensayos, lograron determinar el número exacto de hileras de flores necesario para disminuir el uso de pesticidas manteniendo los mismos rendimientos, incluso cultivando una superficie ligeramente menor.
Entonces, una vez que has entendido el problema de las soluciones, ¿qué recomendaciones les das a tus estudiantes? ¿Cómo pueden contribuir a enfrentar algunos de los desafíos sociales y ambientales más importantes de nuestra época, especialmente en el ámbito agrícola?
Escribí este libro pensando en todos los estudiantes, no solo en los míos, y suelo usarlos como punto de partida para reflexionar. Mis estudiantes no están particularmente atraídos por la “cultura de la solución”. De hecho, hace unos días empecé a impartir por segunda vez mi curso titulado The Problem with Solutions, y aunque era solo el primer día, ya entendían que existen problemas estructurales profundos. Aunque todavía están afinando sus análisis, comprenden la necesidad de cambios sistémicos.
Trabajo en un departamento universitario donde los estudiantes realizan trabajo de campo a tiempo completo durante seis meses con organizaciones dedicadas a la justicia social. Por eso saben que los cambios estructurales son necesarios, aunque a veces se inclinan hacia la búsqueda de soluciones —lo que yo llamo una “voluntad de mejorar”. No están especialmente interesados en la tecnología —nunca he oído a uno solo decir que necesitamos más robots— pero sí tienen un deseo genuino de marcar la diferencia. Con el tiempo, he notado que muchos quieren empezar sensibilizando a otros sobre los temas de alimentación y agricultura, en lugar de involucrarse directamente en cambiar las políticas que moldean estos sistemas.
Comprenden bien la idea de que hay un problema con las soluciones, pero les cuesta más visualizar que el cambio duradero requiere un trabajo continuo, estratégico y a largo plazo. Lo que los atrae del ámbito alimentario y agrícola suele ser una resonancia personal —les gusta cocinar, o se interesan por la agroecología, como a mí— pero no siempre se sienten llamados a involucrarse en las dimensiones políticas, que son precisamente donde pueden producirse transformaciones estructurales.
Por eso trato cada vez más de enseñarles a pensar estratégicamente: “¿Qué es lo más necesario que hay que hacer ahora para mantener abiertas las posibilidades de transformación en el futuro?” Les animo a colaborar con organizaciones que ya están trabajando para cambiar las políticas, y a aprender cuáles son las estrategias que utilizan. Creo que es uno de los caminos más valiosos. Algunos estudiantes lo siguen, otros no, pero lo que está claro es que no se sienten seducidos por los discursos de soluciones milagrosas o simplistas.
Sobre un tema similar, y hablando de los y las jóvenes en general, no solo de tus estudiantes. En un mundo capitalista, donde ganarse la vida es una prioridad para la mayoría de las personas, puede resultar atractivo ser alguien que crea soluciones, que desarrolla tecnologías para resolver problemas, mientras logra vivir dignamente. En cambio, lxs jóvenes pueden preguntarse cómo pagar el alquiler mientras se dedican al activismo político. ¿Qué les recomendarías?
Totalmente, es un desafío. No percibo un interés particular por la tecnología entre mis estudiantes, aunque ciertamente hay quienes se sienten atraídos por la filosofía de la Silicon Valley de “Doing Well by Doing Good” (Enriquecerse mientras se mejora el mundo). La idea de que se puede ser un/a emprendedor/a capitalista y, al mismo tiempo, hacer el bien resulta naturalmente atractiva: es una forma de ganar dinero sintiendo que se está haciendo una contribución positiva. Pero creo que existen otras maneras de ganarse la vida mientras se trabaja por un cambio social.
Lxs estudiantes que siguen esta formación suelen tener buenos resultados en el mercado laboral y con frecuencia encuentran puestos en organizaciones sin fines de lucro, fundaciones o en el gobierno. Por supuesto, estos sectores no están libres de contradicciones. Hablamos mucho del “complejo industrial sin fines de lucro”, que hace referencia a cómo estas organizaciones dependen del financiamiento de fundaciones. Estas fundaciones, a su vez, reciben el apoyo de personas adineradas que se benefician de exenciones fiscales, lo que las vincula a un sistema difícil de transformar. Lxs estudiantes aprenden a navegar estas contradicciones, pero también ven que aún es posible buscar empleos que, al menos, intenten minimizar los daños.
Honestamente, creo que este es uno de los mensajes más valiosos que podemos transmitir a lxs jóvenes hoy en día: intenten encontrar un trabajo que minimice los impactos negativos. No se trata siempre de eliminar todos los problemas, sino de tomar decisiones que contribuyan menos al problema.
Es imposible escapar completamente de las contradicciones, y muy difícil escapar del capitalismo. Se pueden crear instituciones no capitalistas, pero siguen estando influenciadas por la lógica del capitalismo. Entonces, ¿cómo utilizar esa lógica para minimizar los daños y desarrollar una estrategia hacia algo diferente?
¿Cuál crees que debería ser el papel de lxs legisladores o de grandes organizaciones internacionales como la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en la promoción o regulación de la implementación de tecnologías en la agricultura?
En línea con lo que mencioné antes, creo que deberíamos fomentar las transiciones hacia la agroecología. No se trata de necesitar nuevas herramientas, sino de implementar políticas que ayuden a lxs agricultorxs a liberarse de la dependencia tecnológica. De hecho, me gustaría que se regulase la inteligencia artificial, especialmente por los riesgos que representa en el ámbito político, como los deepfakes. Recientemente verifiqué algo y la respuesta de la IA fue tan absurda que me di cuenta de hasta qué punto la tecnología puede volverse incontrolable en ciertos casos. El sector tecnológico necesita urgentemente más control.
En cuanto a la alimentación y la agricultura, creo que deberíamos centrarnos en apoyar a lxs agricultorxs que ya están comprometidxs con prácticas sostenibles, ayudándoles a mejorar en lugar de promover nuevas tecnologías como si fueran una solución mágica. En la mayoría de los casos, no creo que la tecnología sea la respuesta a nuestros problemas agrícolas.
Fuera de los movimientos anti-OGM ya conocidos, ¿existen otros grupos en Estados Unidos que se opongan al tecno-solucionismo en la agricultura?
Sin duda, hay personas dentro de los movimientos agroecológicos que son escépticas frente a la tecnología, pero no creo que eso se haya convertido en una plataforma central para un grupo específico. Sin embargo, sí existen organizaciones que trabajan la cuestión del acceso a la tecnología. Una que me viene a la mente es GOAT (Gathering for Open Agricultural Technology), que promueve herramientas agrícolas de código abierto. También está Farm Link, aquí en California, que persigue objetivos similares. Ambos grupos buscan que la tecnología agrícola sea más accesible y adaptable, reconociendo que uno de los principales problemas de la tecnología hoy en día es su carácter propietario. El patentamiento de las tecnologías implica un aumento de los costos para lxs agricultorxs, lo que termina afectando su rentabilidad.
Aunque estas organizaciones intentan poner la tecnología al servicio del bien común, no estoy convencida de que la tecnología sea la solución. Me alegra que reconozcan el problema que representan los sistemas propietarios, pero creo que los desafíos más profundos relacionados con la alimentación y la agricultura son, en esencia, políticos. Necesitamos cambios políticos: salarios más altos, un sistema de asistencia alimentaria más sólido, redistribución de la riqueza y otras soluciones no tecnológicas para construir un sistema alimentario justo y ecológicamente sostenible. Para mí, el camino no pasa por la tecnología, sino por una reforma política y económica.
Muchas gracias, Julie, por esta conversación. El debate sobre las soluciones, la tecnología y la noción de progreso es muy importante pero, lamentablemente, poco comprendido por la mayoría de la gente. Creo que haces un trabajo fantástico al explicarlo de manera clara y bien fundamentada. Antes de concluir esta entrevista, ¿tienes alguna recomendación para quienes nos escuchan y quieran profundizar más en este tema?
Puedes leer mi libro, The Problem with Solutions: How Silicon Valley Can't Hack the Future of Food (El problema con las soluciones: Cómo Silicon Valley no puede hackear el futuro de la alimentación), disponible en el sitio de University of California Press. Me he inspirado en algunos otros libros que ofrecen un excelente análisis de las trampas de la cultura de las soluciones. Aquí algunos de mis favoritos:
Winners Take All (Los ganadores se llevan todo), de Anand Giridharadas, que critica la manera en que las élites usan la filantropía para conservar su poder.
Race After Technology (Raza y competición tecnológica), de Ruha Benjamin, que examina cómo la tecnología puede reforzar los prejuicios raciales, incluso en ámbitos como la robótica.
Planetary Improvement (Mejora planetaria), de Jesse Goldstein, que explora cómo el capital de riesgo a menudo limita la visión de los emprendedores.
Encountering Poverty (Encontrando la pobreza), de Ananya Roy, que estudia la influencia de la cultura de las soluciones en los esfuerzos para combatir la pobreza.
Hay muchos más, pero estos son los que más me han marcado. También recomiendo el podcast Tech Won't Save Us (La tecnología no nos salvará), que es otro recurso excelente sobre este tema.
Entrevista realizada por: Thomas Grandperrin